Los ayuntamientos han aprovechado el boom inmobiliario para recaudar 2.000 millones de euros más para sus arcas. El Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI) ha elevado su recaudación desde unos 4.000 millones de euros en el año 2000 hasta los 6.000 millones de euros en 2005. Este incremento no se debe a la capacidad de los ayuntamientos para hacer aflorar el fraude, pues carecen de los medios de control. Esta cifra se explica, en parte, por la subida de los tipos impositivos: los municipios han aumentado la presión fiscal en un 7 por ciento. Esto se ha producido sobre todo en las localidades de menor tamaño; aunque la mitad de los mayores municipios hayan subido el IBI y diez grandes capitales ya no puedan encarecerlo más, porque no se lo permite la ley. Pero la principal razón de que se hayan disparado los ingresos es la proliferación de la construcción residencial, que ha multiplicado el número de viviendas que los cabildos pueden gravar. El IBI se ha convertido en el impuesto más ordeñado por los ayuntamientos, hasta el punto de que ahora representa el 50 por ciento de los ingresos municipales. La población crece y aumentan las demandas de servicios, así que los municipios recurren a la recalificación del suelo y la concesión de licencias urbanísticas para cubrir los gastos que no son capaces de trasladar a los ciudadanos mediante impuestos. Se debe eliminar esta dependencia, quizás repartiendo mejor la tarta de la financiación estatal. Las comunidades autónomas deberían ceder parte del dinero a los consistorios, que están más cerca de los ciudadanos para proveer servicios públicos. Y los municipios deberían controlar el gasto. Este modelo sólo ha dado rienda suelta a la especulación urbanística y plantea dudas sobre su sostenibilidad, una vez que el mercado inmobiliario pierda fuelle.