La reforma de la Ley de Aguas va camino de avivar el debate sobre la inexistencia de un modelo que resuelva definitivamente la carencia de agua en nuestro país y sus consecuencias económicas. El borrador de este texto -el Gobierno prevé aprobar la ley en unas pocas semanas- recoge tres nuevas tasas: una por prestación de servicios de gestión y control; mientras que las otras dos gravarán a los titulares de los 1.300 embalses y presas "por clasificación y registro" y por "actividades de control de la seguridad". La mayoría son empresas hidroeléctricas, por lo que previsiblemente quien acabará pagando realmente estas tasas serán los consumidores. ¿Cómo? Mediante una subida en las tarifas eléctricas. Una vez más, los bolsillos de los ciudadanos serán los perjudicados por una política de impuestos encubiertos; los ciudadanos y los regantes, que calculan que la primera tasa antes mencionada les supondrá un coste de 30 millones de euros. Ponerle un precio al agua es una manera de combatir su derroche en una época de gran sequía. Pero la naturaleza no es la única responsable. El consumo excesivo e injustificado, así como la ausencia de una política clara de obtención de recursos hídricos, también tienen que ver. El PSOE derogó el Plan Hidrológico Nacional (PHN), basado en los trasvases, y apostó por la extensión del sistema de las desaladoras. Casi cuatro años después, estamos en tierra de nadie. El Ejecutivo no ha tenido la voluntad política de instaurar un sistema alternativo, una vez contrastado que la apuesta por las desaladoras no ha resultado satisfactoria, entre otros motivos por su impacto ambiental. La implantación de un modelo mixto contribuiría a mitigar el problema del agua pero, para ello, hará falta una buena dosis de voluntad política.