L a cumbre del cambio climático en Copenhague se convirtió finalmente en el encuentro de las declaraciones melifluas, dirigidas al lector más preocupado por la poesía naturalista que al ciudadano inquieto por la futura habitabilidad del planeta. Como bien indicaba la pancarta que a duras penas pudieron lucir el director de Greenpeace en España y su compañera en su intento de participar en la cena de Estado: "Los políticos hablan, los líderes actúan". Ciertamente tiene razón nuestro presidente del Gobierno cuando indica que los protagonistas de las negociaciones eran los grandes emisores, EEUU y China, a los que pedía un mayor esfuerzo. Se quejaba de la falta de ambición en esos objetivos internacionales y abogaba por reducciones más drásticas. Supongo que los ciudadanos españoles más comprometidos con la causa ambiental aplaudirán esa actitud del presidente, pero a los que, además de estar preocupados por estos temas, también estamos algo informados nos resulta algo bochor- nosa. ¿Cómo puede el Gobierno español abanderar la firma de un protocolo más amplio que el de Kyoto cuando somos el país europeo más alejado de cumplirlo? ¿Cómo nos dedicamos a dar lecciones a otros países de lo que somos incapaces de hacer en casa? La voluntad política o se concreta en hechos prácticos o queda para bonitos titulares, y los hechos prácticos indican que nuestros gobernantes no se toman en serio el tema. En el balance global de los cuatro primeros años del Gobierno de Zapatero pasamos del 149 al 155 por ciento de emisiones de GEI (gases de efecto invernadero) sobre el año base (1990), frente al límite del 15 por ciento fijado para nuestro país en Kyoto. Ahora se indica que los dos últimos años las emisiones se han reducido drásticamente, pero esto es consecuencia de la debacle económica actual y no tanto de una verdadera política de Estado. No sé en qué medida puede afectar la nueva Ley de Economía Sostenible a las tendencias futuras, pero resulta cuando menos preocupante que estemos dando lecciones a otros países sobre el uso de energías renovables, mientras subvencionamos la industria del carbón, sigue sin estar claro el marco jurídico de la energía eólica marina, y deja bastante que desear la eficiencia energética en las empresas y administraciones públicas. De acuerdo a los últimos datos del sector eólico en España, sin duda el buque insignia de las renovables en nuestro país, la producción media eléctrica apenas sobrepasa la mitad de la generada por la energía nuclear, y, en el conjunto de las renovables, aún estamos muy lejos del objetivo del 20 por ciento que se ha marcado la UE en este terreno para 2020. Si la reducción drástica de emisiones sólo va a venir como consecuencia del deterioro de nuestra economía, la solución al cambio climático resulta alarmante. Por otro lado, no es muy diferente de la que han dado los países del antiguo bloque oriental, donde se registran caídas de emisiones superiores al 50 por ciento (Rumanía, Ucrania, Lituania, Estonia) respecto a la situación de 1990. Parece mucho más razonable proponer medidas más modernas y sostenibles, que pasen por una economía basada en energías de baja emisión -me temo que incluyendo, al menos temporalmente, la nuclear-, en mayor eficiencia energética, en primar el ahorro energético, en políticas más innovadoras de captura de carbono (reforestación, biomasa residual). Las soluciones son, ciertamente, complejas, y requieren coraje para explicar las implicaciones negativas que van a tener para las personas -incremento del coste de la energía, por ejemplo-. Pero los ciudadanos necesitan líderes que actúen, no políticos que hablen.