Dentro de un marco institucional en el que la libertad individual y el imperio de la Ley estén garantizados, la creatividad tecnológica y la propiedad privada son los ejes sobre los que gira y se desarrolla el progreso económico y social. Es curioso, sin embargo, que los avances tecnológicos, cuyo fundamento institucional es justamente el derecho de propiedad, puedan poner en cuestión aquello en lo que basan su propio desarrollo. Es el caso de las tecnologías digitales y de Internet. Como los avances tecnológicos no tienen marcha atrás y la creatividad intelectual debe seguir estando protegida para fomentar su máximo desarrollo, ¿qué podemos y debemos hacer? La solución, en ningún caso será fácil, simple, ni rápida. El mapa mundial de la piratería de software, música, cine, etc. pone de manifiesto cuan virtuosos -ética y moralmente- son los países del mundo. Aquellos que, como España, son más comprensivos con el delito que supone usar o explotar ilegalmente la propiedad intelectual ajena, lo primero que deben hacer son campañas de concienciación y educación social. Los textos escolares españoles de este tiempo son poco amigos de la libertad económica y la propiedad privada, mientras que la tolerancia social de la apropiación indebida de derechos ajenos es más bien alta en nuestro país. Nuestro sistema judicial no se caracteriza por su agilidad de actuación, y los jueces tampoco están -es algo que se nos ha echado encima- especializados en las nuevas tecnologías; lo que posibilitaría actuar con diligencia, para que, como popularmente suele decirse, "el que la hace, la paga". Pero ni siquiera los países socialmente más respetuosos con la propiedad privada y que disfrutan de actuaciones judiciales más ágiles son ajenos al uso indebido de contenidos digitales sujetos a derechos de propiedad. Si la piratería es un hecho emergente de alcance mundial que, con diversa graduación, está presente en todos los países del mundo -¡que disfrutan de libertad!- lo más razonable es observar qué se hace a nuestro alrededor, para actuar en función de las experiencias de éxito, si las hay, y también para no quedarnos desmarcados de las tendencias mundiales. Ya sucedió con el canon digital -sólo 12 países, de casi 200, comparten nuestro anacrónico sistema- y no debiera volver a repetirse, porque en el caso que nos ocupa las consecuencias serían mucho más graves. Los creadores, productores y distribuidores de contenidos digitales deben desarrollar -ya lo están haciendo- nuevas formas de distribución y retribución de sus derechos, amén de utilizar más extensivamente los avances tecnológicos que posibilitan la protección de los mismos. Los modelos de negocio de la era industrial carecen de sentido en la era Internet, de modo que es mucho más aconsejable explorar nuevas formas de explotación de los contenidos digitales -la revista WIRED sugería hace poco una docena para la música- que resistirse al cambio. Mientras tanto, habrá que seguir persiguiendo, ágil y ejecutivamente, a quienes se lucren explotando derechos de propiedad ajenos, bajo mandato judicial. Hacerlo al margen de él, ni es aceptable en un estado de derecho, ni sería operativo por los conflictos competenciales que originaría. Por último, España no debería tomar medidas disidentes de las que adopte la comunidad internacional en la que estamos integrados, porque ello perjudicaría grave e irreversiblemente a la industria española de alojamiento de páginas de Internet, y con ella a su actividad económica, puestos de trabajo y alto nivel de innovación que engendra.