L a mayoría de los sondeos disponibles muestran un creciente deterioro del Gobierno. Si todo sigue igual, la hipótesis de una derrota del socialismo en las elecciones generales de 2012 tiene altas posibilidades de materializarse. La brutal crisis económica soportada por el país y la ausencia de expectativas de recuperación son los dos factores que están dinamitando la imagen del Gabinete y sus expectativas de voto. Esta fuente de fragilidad se ha contagiado a otros flancos secundarios. Los excesos y excentricidades gubernamentales que resultaban tolerables o indiferentes para amplios sectores de la opinión en un escenario de bonanza se han convertido en inaceptables o en una causa de irritación antigubernamental en un contexto de recesión económica. Cuando la gente tiene problemas para llegar a fin de mes y no sabe si al siguiente estará en el paro, los juegos de distracción con señuelos como el aborto y otras cuestiones de ese estilo surten poco efecto y es dudoso que logren movilizar a la mayoría del país a su favor. Al revés, se crea la sensación de que el Gobierno no resuelve sino crea cada vez más problemas. Ante un panorama de estas características, la pregunta es por qué el Gabinete no modifica una política económica que se ha mostrado ineficaz para frenar la recesión, que alarga su duración, que se ha convertido en una infernal máquina de fabricar parados y que puede hacerle perder el poder. Ante situaciones de estas características, Felipe González reaccionó de manera muy distinta en 1982 y en 1993. En el primer Gobierno del PSOE, Miguel Boyer instrumentó un plan de ajuste sin el cual es impensable la recuperación de la economía española entre 1986 y 1992, y Pedro Solbes intentó poner algo de orden en el desastroso estado de las cuentas públicas durante la recesión del bienio 1993-1994. En ninguno de esos dos casos, el PSOE se embarcó en una estrategia de cebar la demanda mediante la expansión del gasto y del déficit y reactivar así la economía. Los socialistas de esa época estaban curados de esa enfermedad por el fracaso estrepitoso cosechado por sus colegas franceses cuando Mitterrand lanzó en 1979 un gigantesco programa de expansión monetaria y presupuestaria. Eso sí, cuando las cosas fueron bien, volvieron a sus viejos hábitos gastadores… A estas alturas no hace falta ser Einstein para darse cuenta de que la brutal expansión del gasto y la generación de un descomunal endeudamiento público no han servido para nada. Nadie puede decir que eso ha sido así porque los estímulos fiscales inyectados en la economía fueron pequeños. Sólo EEUU ha incrementado los desembolsos del sector público más que España. También parece obvio, sensato o esperable que todos, la mayoría o algunos de los economistas que asesoran al líder socialista sean conscientes del fracaso de esa política y de los graves riesgos que plantea la trayectoria explosiva de la deuda. Incluso un keynesiano equilibrado reconocería la inviabilidad de la política aplicada por el PSOE, al menos, al llegar a la situación actual. En términos poperianos, la hipótesis de la eficacia del keynesianismo fiscal y presupuestario para combatir la crisis se ha visto refutada por los hechos. Entonces, ¿por qué no se cambia la política? La respuesta es o bien no dicen nada a Zetapé, o bien éste no les hace caso, o bien se espera que algo inesperado, un fenómeno exógeno, salve al Gabinete del desastre económico. En realidad, el comportamiento de Rodríguez Zapatero es muy consistente con una visión ancestral del viejo socialismo y de los populismos: la de considerar la economía como un instrumento de flexibilidad infinita al servicio de los objetivos políticos del Gobierno. La primacía de la política entendida en esos términos equivale a creer que las leyes económicas son inexistentes y, por tanto, su incumplimiento no tiene ningún coste. Sin embargo, ése es un error monumental. En economía no hay comidas gratis como decía Milton Friedman, y los atracones se pagan antes o después. Ésta es una lección secular, olvidada con demasiada frecuencia por los políticos, sobre todo por quienes, por falta de formación o por un exceso de ideología, consideran que las sociedades y las economías pueden ser manipuladas y forzadas desde arriba a coste cero para satisfacer cualquier extravagancia de los gobiernos. Cuando los hechos demuestran la falsedad de ese enfoque, hay dos tipos de políticos: los que rectifican y se adaptan a la realidad y los que consideran que la realidad se equivoca y ellos tienen razón. A la vista de su comportamiento, el presidente del Gobierno pertenece a esa segunda tipología. Es incapaz de asumir y de aceptar que sus buenas intenciones, sus promesas electorales, sus convicciones ideológicas sean incompatibles con la realidad y no puedan materializarse. Esto es inevitable en un doctrinario y el Rodríguez Zapatero lo es cuya aproximación al mundo se produce a través de unas anteojeras ideológicas que son incompatibles con el funcionamiento real de la economía y de las sociedades modernas. El líder socialista hispánico es un caso de manual de la fatal arrogancia descrita por Hayek, un monumento vivo al error intelectual que es el socialismo. En los momentos de adversidad, cuando todo va en su contra, cuando la terquedad de los hechos destruye sus políticas, el dirigente ideológico de izquierdas no es capaz de rectificar. Actúa como un verdadero creyente, como el depositario de una verdad sólo a él revelada cuya fidelidad a ella le reportará finalmente la salvación. Quien siga pensando en la aproximación de Rodríguez Zapatero a la cosa pública y a la gobernación del país como el destilado de lo que ve en los sondeos, como un permanente intento de maximizar votos a cualquier precio, se equivoca de manera garrafal. Si hubiera querido hacer eso, le hubiese resultado más fácil y más rentable correrse al centro como hizo Felipe González durante gran parte de su largo período de Gobierno. No lo ha hecho porque es uno de los últimos apóstoles de la vieja izquierda. Por eso no cambiará su política económica ni la otra…