En la Inglaterra Victoriana se consideraba un signo de civilización no decir en público lo que se pensaba en privado. Esa educada autocensura, teñida de dosis de hipocresía, se ha convertido en una pauta de comportamiento en la escena económica española. Ejercer de polite es una magnífica coartada para que determinados personajes de la escena empresarial acometan operaciones que el mundo censura en silencio pero nadie se atreve a proclamar en público. Entre estas personalidades está Miguel Blesa, presidente de Caja Madrid. Su actividad no desprende rayos de esplendor. La Caixa ha ganado a Caja Madrid la guerra de la expansión y la más brillante operación de la Era Blesiana, la participación en Endesa, ha sido resultado directo de la presión de la Comunidad de Madrid, que forzó al bueno de Don Miguel a doblar su participación en la eléctrica liderada por Pizarro ante el embate de los almogávares del equipo del triunfo Gobierno-Gas Natural. En el negocio financiero, Fainé ha batido a Blesa; y en el empresarial, las potenciales plusvalías obtenidas por Caja Madrid, si vende sus acciones a E.ON, se deberán a Doña Esperanza Aguirre. En los últimos años, la historia de Blesa es la crónica de un ascendente conflicto de intereses. La alianza FCC-Caja Madrid en Realia y en Global Vía presenta sombras inquietantes derivadas de un hecho: la cantada salida de Don Miguel hacia las verdes praderas de la compañía propiedad de Esther Koplovitz. Si Blesa accede a la presidencia de FCC, todas las alianzas fraguadas entre ambos destilarían un aroma poco saludable; expresarían un intercambio de favores presentes por prebendas futuras; una poco presentable utilización de los recursos de Caja Madrid para servir intereses particulares. Cuando una corporación carece de dueño y no está sometida al control del mercado y es dominada por el poder político, los blesas florecen como hongos y los vicios privados se convierten en virtudes públicas como diría el Doctor Mandeville.