L as noticias saltan todos los días. La propuesta, unilateral o aceptada, de fusiones, acuerdos, absorciones, en fin, de toda la gama imaginable de negocios acordados, parece que marca la agenda institucional de las cajas. Y eso sería bueno. Sobran desde luego, en número y ubicación. Duplicaciones, despilfarros de sitios y establecimientos, clientelas solicitadas hasta la saciedad, en fin, todo lo que ocurre cuando la competencia en el mercado responde a claves que no son siempre las propias de la cuenta de resultados. Por tanto, una cierta racionalidad, que permitiera gestionar con eficiencia el potencial y los activos humanos y materiales, se tiene que imponer. Si no lo hacen, lo hará el tiempo, con su inexorable guadaña. Pero ahí surge la cuestión: una vez ya reconocido que es necesario adoptar criterios de eficiencia que pasan por aumentar el tamaño y sacudirse los estrechos márgenes marcados por las fronteras regionales, es cuando la decisión financiera y económica pasa… a quienes no son ni lo uno ni lo otro. A quienes son, simplemente, políticos. Y que toman sus decisiones en función también de los intereses políticos, esto es, intereses locales, cortoplacistas y más de una vez, partidistas y personales. Un desastre en la cúspide de la gestión. Ha habido, y hay, buenos presidentes de las cajas, que en sus hechos realizados pueden sin presunción mostrar cómo su trayectoria ha sido correcta desde los intereses de su entidad. Pero incluso en tales casos, ninguno dejará de reconocer, en la intimidad, que han tenido que tragar carros y carretas en muchas ocasiones según exigencias del presidente, consejero y partido de turno. Y luego están los demás presidentes, que no son minoría precisamente, que sin más, miran, como augures del semblante del privado -que decía la poesía clásica- el rostro del jefe de la autonomía para descubrir, entre sus más de cien tipos de sonrisas, cuál es la que le ha dedicado hoy. Todos nos hemos caído del guindo en lo que a las cajas hace. Ciertamente, la ecología que introducen en el mercado al lograr mayor competencia con la banca evitando la concentración de la misma en un práctico duopolio, unido a una más que notable y admirable obra social, han sido los grandes fulcros sobre los que se ha apoyado siempre la defensa de estas peculiares fundaciones. Éstas en las que los fundadores pintan poco, lo que no deja de ser sorprendente. La idea de fundación-empresa hace aguas allí donde son decisiones políticas las que imperan. Y estas decisiones fundamentales son tres: a) toda fusión, reunión, unión, o como quiera llamarse, de dos o más cajas, sólo se permitirá entre las de la misma autonomía b) toda fusión, tendrá siempre la bendición del partido político dominante en la correspondiente región c) toda fusión se hará siempre colocando al frente al político de confianza del jefe local correspondiente. ¿A dónde nos llevan estas decisiones? Pues en primer lugar, nos guste o no, a olvidarnos ya del viejo concepto de fundación. Aquí el verdadero patrono es el patrono, el mandamás, que no es otro que el partido político de turno y todo lo demás es literatura. En segundo término, esta decisión nos lleva a aplazar su quiebra, pero no a evitarla. Porque las estrechas fronteras en que pretenden continuar moviéndose y la fidelidad a los mismos jefes locales , son dos barreras importantes a la hora de limitar el crecimiento y disponer de la flexibilidad obligada en estos casos y, en general, en la vida financiera. Finalmente, constituirse en un apéndice del partido político, es un semillero de problemas que de momento están tapados, pero que eventualmente acabarán haciéndose luz sobre ellos. El Banco de España, que tiene historia, personalidad y profesionalidad, utiliza, ¡qué remedio!, demasiada diplomacia en este campo, quizás porque sabe que está minado y que tiene poco que hacer de momento. Pero es el único interlocutor -si el Tribunal Constitucional no lo estropea con su morosa sentencia sobre el Estatut- que puede disponer de prestigio suficiente para introducir alguna racionalidad. Ciertamente no le ayuda en esta labor los cambios sufridos en el Ministerio de Economía. Ya no existe interlocutor válido, sabio, solvente, sino apenas un remedo de lo que fue el anterior ministro, al que imaginamos con alguna tristeza al contemplar las barbaridades de la financiación autonómica catalana, el modo en que se negoció y la sublevación del resto de las autonomías, que desde luego sí que cogen el dinero y corren, pero que al mismo tiempo saben que el modelo es totalmente inviable. Si el día de mañana, otro Gobierno, decide tratar a Madrid como éste a Cataluña, se acabó Extremadura, por poner un ejemplo. Y si Madrid se empeña, como ahora parece, en encerrarse dentro de sí misma en el tema de las cajas por el, quítame allá esas pajas, de descolocar al actual presidente para colocar en su lugar al vicepresidente amigo de la presidenta -perdonen la emulación de una Noche en la ópera si bien me apresuro a subrayar, no vaya a costarme una querella- de los herederos del actor, el único aquí ofendible, que a ninguno los considero Groucho, -el único marxista en el que he creído-, se demostrará al cabo que, de nuevo, las cajas son la caja del partido. Con esta situación hay que acabar el día en que exista un Gobierno fuerte, un ministro serio, unos políticos algo más solventes que la mediocridad generalizada que, con excepciones desde luego, están hoy colocados en todos los lados, también sin duda, en las cajas de ahorros. De entrada, si de verdad son fundaciones, su regulación tiene que acabar respondiendo a criterios fundacionales. Y si no lo son, que no utilicen como excusa jurídica tan noble naturaleza. Tiene que existir un control real del mercado, que hoy no existe. Tiene que haber simetría con las demás entidades financieras, pudiendo ser adquiridas también por ellas y no solamente estar en posición de adquirir. Y tienen en definitiva, y esto es lo fundamental, que tener independencia real y efectiva. Hasta ahora no la han tenido. Y es cierto que hasta el momento en que llegó la crisis, podían presumir con hechos ciertos de no haber incurrido en la catástrofe en que cayeron los bancos en los años 70 y 80. Pero al parecer no aprendieron y hoy con nuestros impuestos tenemos que ayudarlas. De nuevo hay que mirar al Banco de España. Tiene que ir diseñando una muy delicada y compleja estrategia, construida de ideas principalmente, con visión de la jugada política -no le cabe otra- mostrando por detrás lo que conviene realmente al sector financiero de nuestro país, a nuestra solvencia. Sin buscarse enfrentamientos con los políticos, porque la finura y agudeza no son precisamente los adjetivos que habría que colocar a estos personajes, la hasta ahora excelente maquinaria del banco, con el Gobernador a su cabeza, tiene ya que ir poniendo en blanco sobre negro la situación comparada, lo que realmente ocurre en otros países, tomando de ahí lecciones, fijando una estrategia de persuasión, de comunicación, en fin, toda una organización de una batalla casi militar en la que necesariamente tiene que conseguir la victoria. Y el triunfo no es otro que conseguir que la confianza de los depositantes esté bien asentada en sus expectativas de ahorro, que tengan seguridad, que confíen en el sistema financiero. Y que miren a la institución que es el Banco de España como el garante seguro y fiable, modesto pero claro, de que no van a tener problemas de verdad con sus depósitos. El Banco de España, en sus gestores principales, sabe que no pude confiarse este papel ni a La Moncloa -de la que solamente cabe esperar sorpresas y ocurrencias- ni tampoco de su correveidile ministerial, a la que en el fondo, por mucho que disimulen, aprecian exactamente en lo que vale. Le guste o no, el Banco de España en esta tarea está solo y tiene que saber buscarse los aliados, con disimulo y hasta con perfidia, pero sin desmayo. Porque lo que está en juego es la solvencia del sistema. Por tanto, en este cruce histórico de situaciones encontradas, confiando también en el Derecho, tendrá que ir examinando paulatinamente qué legislación sería la más idónea, cuál sería la mejor, los puntos débiles y fuertes, también desde luego la realidad económica y hasta política. Ahí, tendrá que llegar a valorar a la oposición, a la que alegremente despachó en un momento determinado a las galeras, pero que en una estrategia un poco más de largo plazo puede tener que recuperar. Cómo hacerlo es cuestión de imaginación, no solamente de coraje. Una nueva Ley de cajas, con todo el bagaje autonómico y la jurisprudencia del Constitucional y Supremo, tiene que tenerse ya en un cajón. Listo para sacarla en el momento oportuno. Claro que lo que no sabemos, con este Gobierno, es qué entiende por oportuno. Eso, es uno de los misterios que tendrá que resolver el propio gobernador.