E l diálogo social se ha saldado con un estrepitoso fracaso. La patronal y los sindicatos no han sido capaces de cerrar ningún acuerdo y hay que felicitarse por ello. El proceso negociador estaba pervertido de antemano. El gabinete socialista había concedido capacidad de veto a las centrales al condicionar a su plácet los contenidos del pacto y, obviamente, esto ha limitado cualquier compromiso a un parche propagandístico incapaz de poner en marcha la reforma de las instituciones del mercado de trabajo en la dirección necesaria para frenar la destrucción de puestos de trabajo y sentar las bases de su creación. CEOE no se ha prestado a ser el tonto útil de la comedia y el Ejecutivo del PSOE no ha podido hacerse la foto con la patronal y los sindicatos. Éste y no otro era su principal objetivo político. Como siempre, un regate en corto, un gesto a la galería sin recorrido ni efectividad alguna. La negativa de CEOE a firmar un acuerdo con las centrales proporciona al Gobierno el enemigo interno perfecto sobre el que arrojar las culpas del paro y, de paso, de todos los males económicos del país. La insensibilidad y el egoísmo de los empresarios hacen imposible suturar la sangría del desempleo. Reflejan la insolidaridad del capital con el trabajo en la peor crisis económica sufrida por España desde la Restauración de la democracia. Ahora sólo falta la caricatura del gordo empresario, vestido de chaqué, con chistera y un puro en los labios sonriendo ante las miserias de los parados. Ése es el dibujo ideal, el arquetipo de los malos de película, un filón para que la propaganda del socialismo reinante los explote. La ausencia del pacto CEOE-CCOO-UGT pone sobre el tapete una cuestión elemental y a menudo olvidada: la política laboral es una competencia del Gobierno. La cesión de esa responsabilidad a la patronal y a los sindicatos es una forma de eludir esa obligación constitucional, y constituye una adulteración del papel de los interlocutores sociales. A éstos les corresponde actuar dentro del marco institucional creado por el Gobierno de la mayoría, pero no les compete crear ese marco. Eso es típico de un sistema corporativista e impropio de una economía de mercado y de un régimen democrático. Es como si se dejase a las empresas y a los sindicatos de cada sector de la economía nacional definir y ejecutar la política sectorial a seguir. Esto sería una aberración y una recreación posmoderna de la vieja democracia orgánica. Este planteamiento no impugna la capacidad autorreguladora de la sociedad civil que debe ejercitarse dentro de unas reglas de juego determinadas. En cualquier caso, es muy cuestionable que entidades como los sindicatos, financiadas en su mayor parte por los contribuyentes y con las tasas de afiliación más bajas de la OCDE, puedan considerarse portavoces legítimos de los trabajadores. En España la fuerza sindical no procede de la voluntad de los empleados, sino de los privilegios que les otorga la ley y del dinero que les suministran las distintas administraciones. UGT y, en menor medida, CCOO, son en la práctica entidades paraestatales, burocracias gigantescas, que defienden sus propios intereses. El divorcio entre la España laboral real y la oficial es abismal, y la crisis lo pone de relieve. Sin embargo, éste es un tema tabú que todo el mundo piensa y del que nadie habla. La reforma laboral que necesita y demanda la economía española es imposible con los sindicatos actuales. Todas las medidas destinadas a implantarla se traducirían en una pérdida de su poder, de su capacidad de manipular el funcionamiento del mercado laboral y, en consecuencia, atentarían contra las bases mismas de su posición dominante en el mismo. Por eso, las distintas iniciativas reformistas impulsadas desde el inicio de la Transición han sido parches de flexibilidad en las híper rígidas estructuras laborales españolas, pero sin alterarlas en lo sustancial. El resultado es un mercado de trabajo que destruye empleo a velocidades de vértigo en las recesiones, y consolida una tasa de paro más altas que las del resto de las economías desarrolladas en los auges. Ésa es la brillante lección, la evidencia empírica del éxito cosechado por treinta años de diálogo social. España precisa unos sindicatos y una patronal acordes con las exigencias de una economía moderna y competitiva. Esto implica, entre otras cosas, que ambas organizaciones tienen que financiarse con los recursos que les proporcionen sus miembros. Ésta es la forma de eliminar o paliar los problemas de agencia, y de este modo alinear los intereses de su burocracia con los de sus teóricos representados y dotarles de una verdadera representatividad. Mientras sus ingresos procedan de las actas públicas, ese alineamiento es imposible, o sería muy débil, ya que impide construir instituciones sociales fuertes, responsables e independientes. Éste es un cambio imprescindible, y debería ser demandado por las propias entidades beneficiarias de las subvenciones en un gesto de confianza en sus posibilidades de sobrevivir y crecer con el apoyo de sus teóricos representados, en vez de con el soporte financiero del Estado. En este contexto, CEOE ha hecho lo correcto. Hubiese sido un despropósito prestar su aval a un acuerdo cuyo contenido no sirve para combatir el paro y, no menos importante, a una política económica contraria a los principios de libertad económica y de empresa que la organización presidida por el señor Díaz Ferrán proclama defender.