Cuando los japoneses, con apoyo de capital andaluz, comenzaron a pastorear atunes en el Estrecho, hace ya décadas, pocos eran los pescadores barbateños que daban un duro por el futuro de la empresa. A unos kilómetros de la playa, en piscinas gigantescas, se dedicaban a engordar famélicos túnidos hasta convertirlos en toros mansos de entre 500 y 600 kilos de peso. 24 horas después de correr la misma suerte que un jabalí en una cacería y morir de un certero tiro de posta, el atún era disputado en el mercado de Tokio a un precio exhorbitante. Una parte de los túnidos eran liberados en alta mar para evitar la desaparición del pez más venerado en Japón. En el 95, cuando la crisis pesquera con Marruecos obligó al amarre de la flota y la desesperación se adueñó de miles de familias andaluzas, los pescadores se agolpaban a las puertas de la piscifactoría en busca de trabajo. Aunque han pasado los años, no ha llovido mucho desde entonces; el cambio climático nos ha robado el agua, como el ladrillo la costa y la voracidad los recursos marinos. Mientras los bancos de peces se agotan, las medusas se multiplican y el mar se troca en un gigantesco estercolero, parece que ni autoridades ni empresas han sabido aprovechar la pequeña lección de Barbate. Ya hay piscifactorías en España, pero no hay ningún plan que regenere y evite el esquilme. Pescanova, la mayor empresa pesquera de Europa, una de los pilares de Galicia, acaba de anunciar que quiere ser granjera en alta mar. Su plan es casi perfecto: atenderá la gran demanda de consumo, dará trabajo y generará beneficios. La empresa, que ha recibido duras críticas por los lugares elegidos para montar las plantas de cultivo, promete velar al máximo por el respeto al medio ambiente. Si, además de cumplirlo, presentara un plan para potenciar la regeneración de los mares y devolviera una parte de lo criado al océano, sería perfecto del todo. Pescanova puede.