El derecho a la propiedad privada, amparado por nuestra Carta Magna, ha sido en las últimas semanas inquietante y sutilmente abordado por parte de dos gobiernos, o alguno de sus miembros, constitucionalmente elegidos. Así, resulta sorprendente escuchar a la ministra de la Vivienda, María Antonia Trujillo, afirmar que "el movimiento okupa es una forma de vida alternativa", tan sorpresivo como la ley catalana del suelo que obliga a los propietarios de viviendas a alquilar las que estén vacías dos años. Los argumentos de fondo, en uno y otro caso, se cimientan en que el reparto del exceso que detentan unos pocos reducirá la carencia de la gran mayoría restante y, en consecuencia, generará mayor justicia social para todos. Sin embargo, pocos argumentos tan irreprochables en la superficie resultan ser más erráticos. Porque, y ésta es la clave, el régimen de propiedad privada que conoce la humanidad desde hace más de diez mil años no es un compartimento estanco dentro las leyes de la economía aplicada. Es la clave sobre la que todos los demás gravitan y a su vez lo impulsan. La mayor justicia social que puede conocer una sociedad es la del progreso colectivo que resulta del respeto inviolable al régimen de propiedad privada. Y, frente a esta evidencia, no sirven espejismos ni atajos. Expectativa y protección jurídica de lo conseguido son los motores de toda sociedad, de los millones de esfuerzos individuales que lo forman, de todo progreso sostenido, de la justicia social. Así pues, resultaría aconsejable que los miembros de los diferentes gobiernos que constituyen España lo tengan claro a la hora de legislar y también de emitir juicios de valor con disfraz de chascarrillo.