El proyecto de Mapfre de transformarse de mutua en sociedad cotizada en bolsa ha aflorado las contradicciones de esta figura societaria y su anacrónica y poco transparente forma de actuar. ¿Tiene sentido que una mutua -cuyo origen está en las antiguas cofradías y gremios artesanales- mantenga su naturaleza en el siglo XXI? ¿Por qué, salvo las de accidentes laborales que supervisa el ministerio de Trabajo, las mutuas van a su libre albedrío sin apenas control? ¿Qué justifica su favorable tratamiento fiscal cuando casi nada hace diferente su actuación a la de una empresa privada? ¿Por qué se puede disfrutar a la vez de las ventajas de ser mutua y de ser compañía cotizada? ¿Por qué el fondo mutual de los millones de propietarios de Mapfre ha perdido valor los últimos años? O mutuas o empresas privadas: no se puede disfrutar de los beneficios de las dos naturalezas jurídicas. Por el contrario, la experiencia de Mapfre demuestra cómo una mutua puede funcionar con los mismos criterios de una empresa privada, pero sin que los ejecutivos se sometan suficientemente al control de sus propietarios, bordeando las reglas del mercado del resto de las aseguradoras y beneficiándose de la posibilidad de dedicar su dividendo social a lo que quiera su equipo de gobierno. La tendencia en Europa es clarificar la naturaleza de las mutuas. Es la mejor fórmula para acabar con sus privilegios fiscales injustificables, inyectar transparencia a sus actividades, profesionalizar su gestión y permitir que sus propietarios puedan controlar con eficacia la labor de sus ejecutivos. La salida a bolsa de Mapfre es un buen momento para que el Gobierno se replantee la regulación legal de las mutuas en ese sentido.