Las cajas de ahorros han pedido menos politización de su obra social y más autonomía e independencia a la hora de gestionarla. El llamamiento es oportuno. Las cajas están destinando alrededor de una cuarta parte de su beneficio total a la obra social, de lo que se benefician cada año millones de ciudadanos sean o no clientes. Esa ingente cantidad de recursos económicos es demasiado atractiva como para que los políticos no intenten -hay que reconocer que con gran éxito- condicionarla para sus propios fines. Dentro del sector de las cajas hay situaciones muy diferentes respecto a la relación que se mantiene con los parlamentos y los gobiernos autonómicos. Pero el factor común es que en todas las regiones los políticos disponen de un amplio margen para influir en la gestión de las cajas a través de los porcentajes de miembros de las asambleas que pueden elegir directamente. Con ser importante, la obra social es una parte mínima de la actividad total de las cajas, pero hay algunos gobiernos autonómicos que se han autoconcedido la posibilidad de fijar, si no los presupuestos de este área, sí las orientaciones generales del gasto. Es indeseable que así sea, y es preferible que, como hacen ya algunas cajas, sean los propios clientes quienes decidan -a través de encuestas con todas las garantías- a qué quieren dedicar la obra social. Pero la preocupación de las cajas por un exceso de politización debería extenderse también a los sistemas de elección de las asambleas y de los consejos de administración. El objetivo que se debe perseguir es pasar de una estructura de poder con amplia participación política a otra más similar a la de una sociedad anónima con mayor control del mercado.