La economía turca se recuperó rápidamente del parón ocasionado por el intento de golpe de estado de 2016. El estímulo fiscal y un gran impulso crediticio, respaldado por garantías estatales de préstamos y medidas macro prudenciales y laxas, impulsaron la demanda interna. Las exportaciones contribuyeron al crecimiento económico del país, gracias al tirón de la demanda externa y la depreciación de la lira. Este crecimiento generó inflación, que alcanzó en agosto al 17,90 por ciento interanual pero no vino acompañado de una política monetaria más restrictiva. Es cierto que el banco central turco subió tipos, pero lo hizo tarde y de forma insuficiente. Por otra parte, el endeudamiento del sector privado otomano está en torno al 80 por ciento del PIB, según el FMI, pero ha crecido de forma significativa en los últimos meses. La deuda pública, en el entorno del 50 por ciento del PIB, parece sostenible. Una de las mayores debilidades de la deuda turca es que una gran parte de la misma está denominada en divisas extranjeras, por lo que la depreciación de la lira genera un círculo vicioso. En cuanto al sector financiero, el ratio de capital de los bancos turcos es elevado, en el entorno del 14,1 por ciento, y la morosidad modesta, del 3 por ciento. El ratio préstamos/depósitos está en el 145 por ciento, niveles altos. La depreciación de la lira también juega un papel importante en la salud del sistema financiero turco: según algunos análisis, por cada 10 por ciento de caída de la lira, los bancos sufren una pérdida de capital de 50 puntos básicos. Uno de los principales desequilibrios externos de Turquía es su elevado déficit por cuenta corriente, que alcanza niveles del 5 por ciento sobre PIB y se deriva del fuerte crecimiento económico y de la expansión del crédito. Por otra parte, las malas relaciones con EEUU, que contrastan significativamente con lo que habían sido en el pasado, son otra fuente de incertidumbre, después de que la administración Trump haya aumentado del 25 por ciento al 50 por ciento el arancel al acero y al aluminio procedentes de Turquía. La compra de petróleo iraní y el encarcelamiento de un pastor evangélico de Carolina del Norte, acusado de participar en el Golpe de Estado de 2016, son los argumentos que esgrime EEUU para sancionar a Turquía. Recordemos que este país forma parte de la OTAN y, sin embargo, está intensificando los lazos diplomáticos y comerciales con Rusia. De todas las causas enumeradas aquí, la falta de confianza de los inversores en la política de Erdogan puede ser el primer argumento para justificar el castigo de los mercados. ¿Y ahora qué? El inicio de la actual aceleración de la crisis financiera tuvo dos catalizadores concretos: la decisión del banco central de no subir tipos cuando el mercado lo estaba descontando y, las sanciones de EEUU. Turquía está sufriendo un episodio financiero similar a la crisis de deuda periférica de 2011. De hecho, muchos analistas consideran el caso turco como el clásico canario en la mina, que sirve para avisar a los mineros de alguna peligrosa fuga de gas. En este caso, el grisú es el fin de la liquidez abundante y barata que inundó los mercados emergentes buscando una rentabilidad que no se encontraba en los desarrollados. Ahora, con la Fed a punto de entrar en su tercer año de normalización monetaria, los inversores son mucho más sensibles a los riesgos idiosincráticos de los emergentes y reaccionan a los mismos como cabría esperar: abandonando las inversiones más problemáticas y buscando acomodo en activos de renta fija estadounidenses, que ofrecen un rendimiento mucho más atractivo que en años anteriores. Si desempolvamos los libros de texto de economía, nos daremos cuenta que Turquía tiene todos los ingredientes necesarios para cocinar una crisis en su divisa: déficit por cuenta corriente elevado y creciente; endeudamiento alto y creciente en divisa fuerte; inflación de doble dígito y creciente; dudas sobre la independencia del banco central, reacio a subir tipos; crecimiento del crédito entre el 10 por ciento y el 30 por ciento anual, centrado en la construcción y la actividad inmobiliaria; y finalmente, escasas reservas de divisas. Como vemos, existen muchos paralelismos con la crisis financiera en España, que también estuvo provocada por un exceso de crédito e inversión en un entorno de tipos demasiado bajos para la economía española, cuyos niveles de inflación hubieran necesitado tasas de interés más altas. Asimismo, nuestra falta de ahorro interno era compensada por un recurso creciente al crédito exterior, con el que se financiaban las decisiones de consumo e inversión. Es cierto que el endeudamiento privado alcanzado en España fue muy superior al acumulado por Turquía (aún hoy, tras casi una década de desapalancamiento, la deuda privada es del 200 por ciento del PIB en España, frente al 170 por ciento en Turquía), pero se trata de un orden de magnitud. Los problemas de Turquía no son nuevos y las soluciones tampoco lo son. Las soluciones pasan por un doloroso ajuste, similar al efectuado por España, para corregir los desequilibrios interiores y exteriores. Subir de forma decisiva los tipos de interés, para enfriar la economía y salvaguardar la divisa, al tiempo que se implementan controles de capital. Reducir el déficit de la balanza por cuenta corriente y la posición deudora neta del país son tareas que requerirán un mayor periodo de tiempo para efectuarse, pero que también son fundamentales para restaurar la confianza de la comunidad inversora. Recomponer las relaciones con EEUU sería también un alivio de corto plazo, aunque no reducirá el tamaño del enorme reto económico que tiene Turquía por delante, sin que podamos descartar incluso que el país entre en recesión en los próximos trimestres. Ante este desafío, un rayo de esperanza. España ya lo hizo.