"El sistema falló", fue una de las frases más repetidas cuando estalló la crisisIncredulidad. Y enfado, mucho enfado. Éstas fueron las primeras sensaciones que generó el escándalo financiero de Enron. Para los optimistas, su estallido fue interpretado como un punto de inflexión que permitió depurar todo aquello que funcionaba mal dentro del sistema financiero y que sirvió para revisar la legislación existente. Pero los empleados de Enron no tenían tiempo ni ganas de ser optimistas. No podían estarlo, ya que sus pensiones estaban vinculadas a la evolución de las acciones de la compañía, y éstas se hundieron nada más y nada menos que un 99,97 por ciento desde los 83,12 dólares a los que despidieron el año 2000 hasta los escasos 2 centavos de finales de 2003. Este hecho agitó el debate sobre la conveniencia o no de que los planes de pensiones de los empleados figuren dentro del balance de las compañías o estén conectados a su cotización bursátil. Además, y en el caso concreto de Enron, el escándalo puso en duda la independencia y el buen hacer de los consejos de administración y los directivos empresariales. En los meses previos a la quiebra, varios de los dirigentes de la compañía energética estadounidense recomendaron públicamente comprar títulos mientras ellos las estaban vendiendo en el mercado. La secuencia no se detuvo ahí. La afirmación más repetida en ese momento fue, posiblemente, que "el sistema había fallado". Todos los eslabones perdieron credibilidad por el escándalo Enron: las auditoras, los analistas bursátiles y financieros, los legisladores y los medios de comunicación. Todos, cada uno en su parcela, fueron incapaces de destapar la contabilidad creativa de la compañía. Sin embargo, fue una auditora, la estadounidense Arthur Ardensen, la que más sufrió. No en vano, era la que debía vigilar y garantizar el buen estado de los balances de Enron. Acusada de obstrucción a la justicia y de destruir documentos, fue declarada culpable en junio de 2002, una sentenció que la abocó a la desaparición. Cambios profundosPor si no bastara con lo ocurrido con Enron, también a mediados de 2002 se destapó otro escándalo de dimensiones aún mayores: la quiebra de WorldCom. Ambos casos hundieron la confianza de los inversores, que ya no creían en los mecanismos con los que supuestamente contaba el mercado para evitar sucesos de este tipo. La magnitud de estas crisis obligó a la Administración estadounidense a tomar medidas. Entre ellas figuró la Ley Sarbanes-Oxley, que establece medidas de control interno más rígidas y eficientes para las empresas y mayores obligaciones para los auditores. Además, y ya con un carácter más internacional, se extendió la redacción de nuevos códigos de conducta o de buen gobierno que guiaran la labor de los órganos de dirección de las empresas. Hubo más cambios, pero todos ellos tuvieron el mismo fin: restaurar la confianza lesionada por Enron.