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La entretenida pero falsa historia de Jennifer Aniston y su amor por Obama: cómo fabricar un rumor rentable
Informalia
Los rumores que susurran las sombras juntan estos días en los mismos titulares a la protagonista de Friends y al ex presidente de los Estados Unidos. Hay una especie de murmullo que se desliza entre las rendijas de la verdad, se infiltra en los salones donde las copas de champán chocan con fingida despreocupación y ondea como una bandera invisible sobre las cabezas de quienes creen saber más de la cuenta.
El último de estos murmullos del carnaval de habladurías tiene como protagonistas a Jennifer Aniston y al expresidente Barack Obama. La historia es casi demasiado tentadora como para rechazarla solo porque no sea verdad: él, el líder carismático, elocuente y de una elegancia discreta; ella, la novia eterna de América, la mujer que todos han visto reír y llorar en el cine y la televisión, el rostro que lleva décadas en la cultura popular sin una sola arruga de escándalo. ¿Cómo resistirse a juntar dos mitos? La edición norteamericana de Vanity Fair ha publicado un artículo reconstruyendo el proceso de fabricación de este entretenido cotilleo, más falso que Nerón, al que pillaron encima de una romana y dijo que ese estaba pesando.
Desde hace meses, los rumores flotan con la persistencia de una canción pegajosa. Dicen que Michelle y Barack están separados en secreto. Que Jennifer y el expresidente han estado viéndose, que lo de ellos es más que una amistad, que en las cenas exclusivas de Hollywood ya no se habla de otra cosa. Que hay una conspiración para ocultarlo. Que alguien lo sabe todo pero no puede hablar. Que la Casa Blanca, con su tradicional frialdad institucional, hace tiempo que dejó de desmentir lo obvio. Nada de esto es cierto, por supuesto. Pero la verdad, en estos tiempos, es una moneda devaluada.
Hay una historia que sí es cierta y que sí podemos contar: la historia de cómo y por qué se ha construido esta Fake New. Nos quedamos por tanto con el eco de lo que no ha pasado. Los grandes rumores tienen una forma extraña de nacer. No aparecen con la violencia de una gran revelación, sino con la ligereza de una brisa que apenas mueve las cortinas. Se filtran en conversaciones de cóctel, en mensajes de texto con tono de confidencia, en posts de Instagram donde una fuente anónima dice saber lo que nadie más sabe.
En agosto, el semanario norteamericano In Touch (que tuvo una edición en España) publicó una portada que, en letras mayúsculas y dramáticas, prometía revelar "La verdad sobre Jen y Barack". La imagen de Aniston brillaba en la portada junto a un titular que susurraba traición: Michelle herida, Jen lo acapara. Los más ingenuos se preguntaban cómo podía ser cierto. Los más cínicos, cuánto dinero se habría pagado por inventarlo. Jennifer Aniston, con su ironía elegante, negó el asunto en una entrevista televisiva. Lo hizo con esa sonrisa que oculta un leve hastío y un guiño de exasperación. "Lo he visto una vez", dijo con la paciencia de quien ya ha lidiado con rumores de embarazo, bodas secretas y reconciliaciones imposibles.
Pero el problema con los rumores no es que sean falsos. Es que nunca mueren. En los tiempos actuales hay un público que no busca la verdad, sino una historia que contar. No le importa si lo que lee en una cuenta de cotilleos inventados en Instagram es verídico, solo necesita que sea entretenido. El periodismo de antaño, con sus fact-checkers y su integridad, es una reliquia incómoda en esta era de clicks y viralidad. Verificar es ya una antigualla del pasado. Y si no que se lo pregunten a Mark Zuckerberg, que acaba de desterrar esas comprobaciones de la verdad de su empresa.
Las apariciones y las ausencias
Lo que alimentó aún más el rumor fue la ausencia de Michelle Obama en ciertos eventos. No asistió al funeral del expresidente Jimmy Carter ni a la toma de posesión de Donald Trump. Para algunos, fue un gesto político; para otros, la prueba irrefutable de que algo no anda bien en su matrimonio. La lógica es simple: si no está junto a su esposo en público, es porque ya no están juntos. Poco importa que Michelle estuviera en Hawái cuando Carter fue enterrado, o que evitara la investidura de Trump porque, después de todo, él había ignorado la de Biden. La lógica de los rumores no requiere hechos, solo insinua.
A body language analysis would be quite a challenge with so much botox. Her face muscles barely move. Notice how only the upper half of her forehead shows wrinkles. Her glabella (the area between her eyebrows) is frozen.
— Jesús Enrique Rosas - The Body Language Guy (@Knesix) January 24, 2025
Will do the analysis anywaypic.twitter.com/ts8fG5o1yS
Instagram y TikTok se llenaron de analistas de lenguaje corporal, ese nuevo gremio de profetas modernos que detectan divorcios en la inclinación de una cabeza o la distancia entre dos manos. Con la precisión de un cirujano aficionado, diseccionaron videos de los Obama en busca de signos de frialdad. Decían que ya no se tocaban, que las sonrisas eran forzadas, que los ojos de Barack tenían la melancolía de quien esconde un secreto.
De los Kennedy a los Sussex
Una coa es cierta: el juego no es nuevo, pero las redes sociales y el mundi global y digital multiplica todo y lo eleva a potencia mundial. Las grandes figuras públicas han sido siempre víctimas de estos relatos paralelos que la sociedad construye en su imaginación colectiva. Los Kennedy vivieron bajo un huracán de rumores que aún hoy persisten en libros, documentales y susurros de salón. Jackie, con su impenetrable elegancia, nunca comentó los escándalos de su marido, pero eso no impidió que las historias se multiplicaran. Diana de Gales fue víctima de una maquinaria de rumores que transformó su vida en una tragedia griega con flashes de paparazzi.
Más recientemente, los Sussex han protagonizado la nueva saga de la realeza británica: un cuento que mezcla traición, exilio y la sombra de una familia que nunca los comprendió. Los medios británicos han convertido cada gesto de Meghan Markle en un presagio de crisis, cada aparición de Harry en una confesión implícita. El problema no es la verdad, sino la sed de historias verdaderas o no. Hay un público que no quiere hechos, quiere ficción con tintes de realidad. Quiere que Jennifer Aniston y Barack Obama sean amantes porque en algún lugar de su mente, la historia les parece poética, inesperada y emocionante. Venden revistas, clicks, seguidores y suscripciones. La industria del entretenimiento ha encontrado en la desinformación un filón de oro, un motor inagotable de contenido. No importa si es real, solo si genera conversación.
En el siglo XX, un periódico cuya cabecera era Noticias del Mundo, triunfó en España con noticias falsas. Mucho antes de que El Mundo Today se convirtiera en un vehículo de humor y desde luego mucho antes de que se conociera el fenómeno de la Fake News, aquel famoso Noticias del Mundo arrasaba entre los estudiantes de periodismo con portada y noticias memorables. Pero los que compraban el periódico sabían que las historias no eran ciertas. Eso sí, eran muy divertidas.
En el XXI, los influencers y las cuentas anónimas hacen lo mismo, pero con algoritmos y hashtags. Y sin definir s es broma o es cierto. DeuxMoi, una cuenta de chismes en Instagram con más de dos millones de seguidores, ha convertido la especulación en un arte rentable.
En su claim advierte que "no garantiza que todo lo que publica sea cierto", como quien se lava las manos mientras prende fuego a una habitación. Las celebridades ya no solo tienen que proteger su privacidad, sino también luchar contra versiones alternativas de sus vidas, construidas en los sótanos digitales de internet.
Mientras tanto, en alguna redacción, un editor aprueba el próximo gran rumor. En Twitter, alguien insinúa que Barack y Jen han sido vistos en un café de Malibú. En un podcast, un anfitrión pregunta con falsa inocencia: "Pero si fuera cierto, ¿qué pensaríamos de ellos?". El rumor seguirá su curso, como un río que encuentra siempre nuevas corrientes. Los desmentidos oficiales no lo matarán. La lógica no lo hará desaparecer. Porque, al final, lo que mantiene vivo a un rumor no es su veracidad, sino nuestra necesidad de creerlo.