Firmas
Asesoramiento legal, ¿negocio o profesión?
Antonio Méndez Baiges
Del mismo modo que un cura católico ni se casa ni tiene hijos y que un psicólogo debe abstenerse de tratar a sus parientes y amigos, el asesoramiento legal, encargado de dar forma jurídica a los negocios, se ha caracterizado desde siempre por ser una profesión liberal, y no tanto un negocio más con todo lo que ello conlleva. Sin embargo, para bien o para mal, esta situación parece estar cambiando radicalmente en nuestro país desde hace algún tiempo. Veamos si no.
Tradicionalmente, en el nuestro como en muchos otros países europeos, se prohibía el acuerdo entre el abogado y su cliente en virtud del cual éste se comprometía a pagarle únicamente un porcentaje del resultado del asunto si dicho resultado era favorable, por estimarlo contrario a la correcta administración de justicia al estimular la litigación especulativa y ser susceptible de abusos. También por considerar que la defensa letrada constituye un arrendamiento de servicios (desplegar una actividad) y no un arrendamiento de obra (obtener un resultado). Esto ha dejado de ser así en gran medida, lo que, mejor o peor, constituye un indudable síntoma de la comercialización de la abogacía.
El asesoramiento legal se puede prestar a título individual o, bajo ciertos condicionantes, como socio de una sociedad profesional, con responsabilidad limitada de dicha sociedad o no según la forma societaria de la misma, o por cuenta ajena a través de una sociedad mercantil. La proliferación de las formas citadas en último lugar lleva a preguntarse qué ha sido del viejo concepto de que la mercantilización de la actividad profesional mostraba una cierta incompatibilidad entre los valores mercantiles de una actividad desarrollada a través de sociedades capitalistas y la concepción tradicional de la prestación de unos servicios profesionales, como los del médico o el abogado, que comprometen aspectos cruciales de la salud física o patrimonial de los clientes.
Históricamente, la publicidad de los servicios de abogados se ha visto muy restringida en nuestro país, por lo que ésta puede tener de incitación al pleito o conflicto, de ofrecimiento de servicios a clientes en momentos especialmente vulnerables, por la promesa de obtención de resultados que no dependen exclusivamente del abogado y otras razones similares. Como todo el mundo puede apreciar hoy en día en los medios de comunicación, también esta concepción va conociendo su fin, en esa misma línea de comercialización de la abogacía de que venimos tratando.
Para determinados servicios, tales como consultoría e informes, se ha extendido, en las sociedades que prestan servicios profesionales, la práctica de la facturación por horas de trabajo, a tanto la hora, como un módulo posible más de fijación de los honorarios. En principio, nada tiene de objetable esta práctica, pero ello nos conduce a una inquietante e insoslayable pregunta: ¿habremos de admitir, pues, la consecuencia inevitable de que el profesional menos ducho, que despacha los asuntos con menos celeridad, genere una facturación superior por el mismo servicio que otro más hábil y expeditivo?
Con la expresión "la barbarie de la especialización", acuñada por el filósofo José Ortega y Gasset, queremos aludir al relativamente frecuente grado de incomunicación que se produce entre los especialistas en distintas materias o disciplinas que, como es habitual, deben intervenir cuando se aborda una cuestión en la que los diversos aspectos de la misma requieren un enfoque multidisciplinario. La especialización es sin duda inevitable e imprescindible, pero no está reñida con una buena formación general (e incluso diría cultura general) que sea capaz de comprender con cierto grado de exactitud las distintas ramas del Derecho y otras disciplinas concomitantes (contabilidad, finanzas, técnica aseguradora...) que puedan encontrarse implicadas. A ciertos niveles, esto cada vez se va echando más de menos.
Con todo lo dicho no se trata, por supuesto, de oponerse frontalmente a unas tendencias inevitables de los tiempos que corren, algunas de ellas derivadas del influjo anglosajón y no necesariamente perniciosas, pero sí, al menos, de plantearse la posibilidad de una deseable síntesis entre lo que de bueno pueda tener nuestra tradición jurídica y la nueva configuración de la práctica profesional a la que inevitablemente nos vamos viendo abocados, conjugando lo mejor de la una y la otra.