En defensa de la temporalidad
- Los más talentosos optarán por vinculaciones más cortas con las empresas
Miguel Marín
Hoy día no es fácil defender la temporalidad. Sin embargo, sería deseable que el debate político sobre el empleo en España elevara su nivel de calidad técnica y su rigor al objeto de poder ser más precisos y eficaces en el diseño de las políticas públicas.
Es evidente que el mercado no está asignando eficazmente el riesgo asociado a determinadas contrataciones. Es evidente que no se incurre en el mismo riesgo al contratar en momentos de inicio de negocio que haciéndolo desde una empresa madura con miles de contrataciones anuales, como tampoco implica el mismo nivel de riesgo contratar a un profesional con veinte años de experiencia o a un recién graduado para realizar la misma función. Formalmente, el mercado debe asignar precios a los riesgos inherentes a las circunstancias que rodean cada contratación. Sin embargo, la rigidez que aún hoy impera en la formación y movimiento de los salarios en España lleva al mercado a protegerse de forma racional contra estos riesgos, optando por contratos temporales que, si bien no eliminan los riesgos, al menos los acotan en el tiempo.
Los comportamientos que se derivan de esta realidad del mercado de trabajo son, en muchos casos, fraudulentos, puesto que atentan contra la causalidad obligatoria, legalmente establecida en el artículo 15 del Estatuto de los Trabajadores, que subyace a todo contrato temporal. Sin embargo, no es menos cierto que esa realidad y esos comportamientos están dando un sentido, o si se prefiere, están justificando la necesidad de temporalidad que, a falta de reformas que flexibilicen la formación de precios y salarios, seguirá siendo inherente al sistema.
El primer cambio de mentalidad que debemos experimentar es asumir que las relaciones laborales son esencialmente temporales, independientemente del contrato que las soporte. Nada impide que un contrato indefinido dure menos que uno temporal. La temporalidad conceptualmente aporta flexibilidad a la economía y, por tanto, hasta su punto de equilibrio, debe ser considerada como un bien del sistema económico.
De hecho, en ámbitos tan populares y admirados como el mundo del fútbol, la formalización de contratos temporales permite al jugador (monopolista de su talento) negociar los años que durará la relación con el club, a sabiendas de que la mayor experiencia futura le permitirá aspirar a un contrato con mejores condiciones, quizás en otro club. A medida que la transformación tecnológica en marcha otorgue una mayor ponderación al talento en los índices de empleabilidad, éste se convertirá en un recurso escaso y serán más normales situaciones en las que es el empleado el que reclama una relación temporal -que, recordemos, tiene un coste de extinción asegurado-, en un esquema de optimización de su perfil de empleabilidad que puede llevarle a querer adquirir nuevas competencias, por un tiempo determinado, en otra empresa.
Luego, si asumimos que hay un nivel de temporalidad necesario en la economía, el debate adecuado no debería ser sobre "temporalidad cero", sino más bien sobre "temporalidad óptima".
Acotar la temporalidad necesaria en un país no es fácil. Sin embargo, escuchando los discursos e intervenciones de políticos y representantes de los interlocutores sociales, todo apunta a que la media de los países de la UE podría ser una referencia válida, o al menos "políticamente asumible", de temporalidad. Teniendo en cuenta que esa media se encuentra situada en los alrededores del 14% en la UE, y que nuestro último dato de temporalidad se situaba próximo al 27%, es fácil -casi simple- concluir que, según este análisis, nos sobran más de dos millones de trabajadores temporales.
Las razones que explican este exceso sobre la media de la UE son de muy distinto tipo. Se podría hablar de la estacionalidad del modelo productivo en España o de la caída de la construcción -caracterizada por contratos más largos- y su sustitución por el notable boom del turismo y del sector hostelero. También se podrían analizar marcos regulatorios y de incentivos comparados con aquellos países que presentan las tasas de temporalidad más bajas. Asimismo, se podrían analizar variables menos tangibles, como la diferente aversión al riesgo en diferentes países y cómo ésta puede influir sobre la estructura contractual de un país.
Sin embargo, creo que se tiende a subestimar un factor de suma importancia, que no es otro que el hecho de que tenemos una de las manos de obra menos cualificadas de la UE -según un informe reciente del Banco de España, un 43% de los trabajadores en España solo cuenta con estudios primarios, frente, por ejemplo, al 3% de Francia o al 6% de la República Checa-.
Además, tenemos un sistema educativo absolutamente exótico en la UE, que alimenta el mercado de trabajo dual con una sobreproducción de personas de baja cualificación que abandonan prematuramente el sistema educativo, un nivel de universitarios homologable a los más altos de la Unión Europea, pero con una carencia evidente de formación intermedia que podría elevar el perfil medio de los empleos y de los contratados.
Un sistema económico con un nivel tan bajo de cualificación solo puede generar determinados tipos de empleos. Dicho de otro modo, la temporalidad es posiblemente la única forma de acceso al mercado de trabajo para determinados perfiles de baja cualificación. La temporalidad y la baja cualificación se retroalimentan.
Teniendo en cuenta lo anterior, es evidente y saludable que como sociedad nos pongamos el reto de acabar con la temporalidad a largo plazo, alimentando el nivel de cualificación y empleabilidad de nuestra fuerza de trabajo y orientando nuestro modelo educativo hacia la innovación y el valor añadido. Pero, mientras eso pasa, estimo que lo inteligente, dadas nuestras restricciones por el lado de la oferta, es plantear el debate de la temporalidad óptima, asumiendo que a día de hoy contribuye, aunque de forma imperfecta, a equilibrar el mercado.
Es fácil entender que en esos dos millones de empleos temporales que nos sobran habrá muchos que en justicia deberían ser indefinidos en origen, pero también habrá muchos que, no respondiendo a las causas establecidas en el artículo 15 del Estatuto de los Trabajadores, tengan una justificación racional y que seguramente no se habrían firmado de no existir la contratación de duración determinada.
Por todo lo anterior, creo que se impone una reforma de la contratación temporal en España, que necesariamente tiene que pasar por una adaptación de la regulación a las nuevas realidades laborales del siglo XXI y al modelo productivo que tenemos ahora. Es necesario que se investiguen y se adapten nuevas causas y circunstancias que justifican una contratación temporal y, por supuesto, aplaudir la medida recientemente anunciada por la ministra de Empleo, Fátima Báñez, de endurecer el régimen de sanciones ante los abusos que se produzcan en la contratación temporal por las causas que ya contempla la ley.