Firmas

Agitación callejera, el comodín del independentismo

  • El primero de octubre no habrá referéndum de garantías en Cataluña
<i>El presidente Puigdemont, con unas urnas simbólicas. Foto: EFE</I>

Carmelo Encinas

El primero de octubre no habrá referéndum en Cataluña. No al menos si entendemos por referéndum una consulta reglada en la que el llamamiento a las urnas cumple con los requisitos elementales para ofrecer un resultado que tenga algún valor. Eso no va suceder, y quienes mejor lo saben son sus promotores, que conocen la precariedad jurídica y material en la que se desenvuelven y el tremendo riesgo que asumen de quedar como unos lunáticos.

Ignoro cuántos planes B, C y D tienen preparados para no hacer el ridículo y puedo imaginar que su probada capilaridad en la sociedad catalana se activará al máximo para intentar proyectar imágenes de urnas y papeletas en todos los rincones de Cataluña que puedan, pero eso será una más de sus romerías, no un plebiscito. Un referéndum, al margen de la legalidad de la que desde luego no le dota esa ley que aprobará, según parece, este miércoles el Parlament.

Esa fechoría parlamentaria, que abrirá la caja de los truenos y a la que sucederá previsiblemente la firma por el pleno del Govern del decreto de convocatoria, requeriría, al menos, cuatro elementos básicos para llevar a cabo lo que pretenden.

En primer término, toda consulta popular necesita un censo fiable en el que no falte ni sobre ni un solo ciudadano. Es más que dudoso que dispongan de ese censo válido, al margen de que los intentos por obtenerlo hayan presuntamente vulnerado la Ley de Protección de Datos incurriendo en un delito por el que alguien tendría que pagar.

La segunda condición indispensable es disponer de urnas y papeletas. Las urnas no tienen que ser de diseño ni metacrilato de alta gama pero tampoco valen unas cajas de zapatos. Seis mil urnas dicen tener escondidas en alguna parte lo que, de ser cierto, me cuesta creer que los servicios de inteligencia no las tengan ya localizadas y que, en las vísperas del día D, no resulten fácilmente incautables junto con las papeletas, que tampoco pueden escamotearse bajo una escalera.

También hay que disponer de locales, y cada vez son más los alcaldes, incluidos algunos del PDeCAT, que se niegan a facilitar las instalaciones municipales. El riesgo de inhabilitación es demasiado patente. Y finalmente necesitan personal, funcionarios públicos que, como en cualquier consulta, han de garantizar el orden y su normal desarrollo. Poner a funcionarios en la tesitura de implicarse en una ilegalidad manifiesta puede volverse gravemente contra los convocantes, y ellos lo saben.

El Gobierno de la nación tiene instrumentos a su alcance para neutralizar esta maniobra del soberanismo, y el más sencillo de activar es la Ley de Seguridad nacional que les permitiría poner a los Mossos al mando directo del Ministerio del Interior.

Así que, si el Estado se lo propone, lo que no hizo en el 9N, este referéndum no será tal. Un fiasco con el que ya cuentan sus promotores y ante el que esperan reaccionar sacándose de la manga el comodín que les ha permitido llegar tan lejos en esta deriva. El comodín de la calle. Hay que reconocer que el independentismo ha desarrollado una capacidad de movilización callejera que ninguna otra causa ha logrado en España. La suya es un maquinaria de propaganda permanentemente lubricada con dinero público que ha sabido envolver sus expresiones con un sentido lúdico hasta dibujar la Cataluña independiente como un cuadro naif. Sus actos masivos están siempre coloreados de globos, banderitas y camisetas donde los niños lo pasan fenomenal. El atractivo de sus festivales urbanos les hace parecer mucho más populares y numerosos de lo que realmente son.

Todas las encuestas certifican que, como poco, hay tantos catalanes que rechazan la independencia como los que la defienden. Ni qué decir tiene que ambas posiciones son perfectamente legítimas y lo que no, es que una parte le imponga su causa a la otra rompiendo las reglas del juego democrático.

Toda esa capacidad de agitación callejera la quieren poner al servicio de la ruptura para difuminar su previsible fracaso del 1-O y llevar al límite al Estado. El ensayo general será la Diada del 11 de Septiembre donde tratarán de mostrar cuánta musculatura puedan para hacerse temer. El riesgo es mayúsculo porque cuando echan a la gente a la calle para defender la ilegalidad todo puede ocurrir. Desde ERC se han esforzado en decir que las protestas serán pacíficas pero ya me dirán cuánta paz alberga esa campaña de los cachorros de la CUP que pretende "señalar" a quienes no apoyan la independencia.

Es obvio que la presión ambiental del soberanismo ha logrado mantener silentes a quienes rechazan la cabalgada independentista y que, por ahora, la calle es suya. El uso de la agitación callejera presenta, sin embargo, algunas contraindicaciones cuando se apagan los faroles, y resulta evidente que el viaje es a ninguna parte. Los comodines también se agotan.