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El reduccionismo secesionista

    Imagen: Getty.

    Fernando P. Méndez

    Cada ser humano es único y pluridimensional. Una de las características de todo nacionalismo sin Estado "propio", sin embargo, es que prioriza la consecución de su Estado como la dimensión determinante de sus miembros, por encima de todas las demás, tanto públicas como privadas.

    Puede tener sentido si se vive en un Estado autoritario o totalitario, pues un Estado así ahoga dimensiones esenciales del ser humano, pero difícilmente si se vive en un Estado democrático, en el que todos los niveles de poder son elegidos libremente por los ciudadanos: un Estado democrático es, por ello, un Estado propio de todos y cada uno de los ciudadanos y no sólo de una clerecía dirigente.

    El concepto político de Nación es de origen liberal. Surge como superación de la monarquía absoluta. Según la nueva concepción, el poder reside en los súbditos, quienes lo delegan en los gobernantes, los cuales sólo pueden gobernar dentro de los límites consentidos por éstos. Este giro copernicano convierte a los súbditos en ciudadanos y al conjunto de éstos, gobernados por un mismo poder delegado, en Nación.

    El Estado y la Nación son, por ello, consistentes. El Estado-Nación, así concebido, abarca, además, espacios territoriales más amplios que las unidades políticas operativas preexistentes, lo que amplía drásticamente el tamaño de los grupos y, por lo tanto, el alcance de la cooperación, algo reclamado por las inmensas posibilidades abiertas por la revolución industrial.

    Estado de Derecho y Nación son, por ello, dos elementos inescindibles: el Estado no se legítima si no es un Estado de Derecho; éste es el que convierte a los súbditos en ciudadanos y al conjunto de éstos dentro de un mismo Estado de Derecho en Nación. El Estado-Nación surge, pues, para limitar el poder, garantizar los derechos individuales y ampliar el alcance de la cooperación.

    La imprenta y el desarrollo de la prensa fueron y son instrumentos esenciales para la construcción del Estado-Nación. Asimismo, el desarrollo de la burocracia y el establecimiento de sistemas públicos de educación. Para todo ello, era imprescindible el desarrollo de una lengua común. La mayoría de las lenguas nacionales existentes son evoluciones forzadas desde el poder de lenguas preexistentes. Era necesaria también la creación de una conciencia de grupo diferenciado como estímulo de la cooperación "nacional", esto es, "intragrupal". Para ello, era imprescindible el fomento de una cultura nacional, de la que era parte esencial la creación de símbolos nacionales.

    Este proceso facilitó la construcción del concepto romántico u organicista de Nación. La cultura como elemento definidor de cada "pueblo", creadora de vínculos "naturales"; el sentido de pertenencia como fundamento de la Nación y el Estado como garante de la identidad nacional. Mientras en la concepción liberal, el Estado y la Nación son conceptos inescindibles al servicio del ciudadano, la protección de cuyos derechos individuales fundamenta la existencia misma del Estado y define a la Nación, en la concepción organicista, por el contrario, los individuos están al servicio de la Nación y, por tanto, del Estado en tanto que garante de la misma, como totalidades a cuyos designios quedan subordinados los individuos y, por tanto, sus derechos. En esta concepción, la Nación es una realidad natural que necesita un Estado para garantizar su preservación, por lo que la existencia de naciones sin Estado debe considerarse una anormalidad.

    Ello significa que una Nación, en el sentido liberal, puede incluir varias naciones en el sentido organicista: el supuesto inverso, sin embargo, no es posible porque, por definición, la propia concepción organicista lo repele.

    Hoy, entre los estudiosos de los nacionalismos hay acuerdo en que las naciones no son realidades naturales ni eternas y en que no preceden a los estados sino a la inversa: primero son los nacionalistas y después las naciones; para su construcción necesitan un Estado, o, al menos, poderes suficientes en materia de lengua y cultura.

    Las modernas democracias occidentales incorporan elementos de ambas concepciones de la Nación, pero se fundamentan en la concepción liberal: el Estado-Nación como garante de los derechos individuales, a los que desde 1917 y, especialmente, tras la segunda guerra mundial, se incorporan los denominados derechos sociales. Con tal anclaje, y tras promover lenguas y culturas nacionales, los estados occidentales han incorporado el reconocimiento y el respeto a las lenguas y culturas minoritarias como componentes esenciales de su andamiaje institucional. La Constitución de 1978 es un buen ejemplo de ello.

    Ante esta realidad, los nacionalistas "orgánicos", en su búsqueda obsesiva de un Estado exclusivo, solo exhiben (solo pueden exhibir- tres argumentos que son políticamente poco presentables). Un primer argumento de carácter, digamos, esencialista: ellos representan a una "Nación" que no tiene un Estado porque se halla "oprimida" por el Estado- Nación del que forman parte por el mero hecho de formar parte del mismo. Reclaman el "derecho" a tener un Estado como la Nación que supuestamente les oprime, omitiendo que ni dicho Estado-Nación ni ningún otro lo es por un hecho de la naturaleza o por el ejercicio de ningún derecho, sino como consecuencia de un proceso histórico, que, como tal, se halla en un devenir constante.

    Un segundo argumento de carácter, digamos, supremacista: lo harán mejor, sin argumentar por qué, lo que solo permite la explicación de que se consideran mejores, algo que puede ser calificado de muchos modos, todos ellos políticamente vergonzantes desde cualquier óptica democrática. Ello suele ir acompañado de una caricaturización y un menosprecio constantes del Estado-Nación del que se pretenden escindir, con el fin de generar un sentimiento de incomodidad por la pertenencia al mismo que, a su vez, potencia el deseo de secesión.

    Un tercer argumento de carácter, digamos, maximizador de rentas: el Estado creado tendrá un PIB equivalente o superior al que hoy corresponde al territorio que se quiere separar, pero menos porcentaje de población y, por ello, además de por ser mejores, aumentarán las rentas de todos los ciudadanos del nuevo Estado, se sientan o no nacionales del mismo. Algo difícilmente compatible, sin embargo, entre otras cosas, con el tipo de políticas configuradoras del nuevo Estado que suelen ofrecer.

    En efecto, a fin de atraer a las clases medias empobrecidas y a los sectores populares excluidos como consecuencia de una crisis ya muy larga, a la que se ha hecho frente solo con políticas de austeridad, renunciando a las de crecimiento (opción elegida por Alemania, que ha conseguido imponerla al resto de la zona euro con un rigor decreciente, lo que no debe olvidarse), se promete un Estado con un amplio sector público, intervencionista y redistributivo; por lo tanto, con impuestos altos, muy progresivos, derechos de propiedad muy débiles o puramente virtuales, con enseñanza solo pública (o casi), etc.

    Todo ello, prescindiendo de que vivimos en un mundo global y de que tales políticas solo conducirán al empobrecimiento colectivo, porque ahuyentan la inversión -la que podría llegar y la existente- y dificultan el crédito.

    Cada uno de estos argumentos es, simplemente, realismo mágico: no hay esencia, ni supremacía ni maximización alguna que supere el más liviano test de realidad ni, por tanto, que justifique la fractura social que la obsesión separatista conlleva. Pero da igual: no quieren razones sino inflamar emociones aun a costa de deformar la realidad.

    Este reduccionismo es divisivo, sobre todo de la población que habita el territorio que se reclama como "propio" y a la que se dice defender, al tiempo que actúa como catalizador del Estado-Nación del que se reniega. Probablemente, estos hechos, junto con el hartazgo de gran parte de la sociedad, tanto de la que cohabita en el territorio del que los secesionistas anhelan apropiarse porque creen que es suyo, como de la que habita en el resto del territorio común, acabarán siendo los principales enemigos del propio secesionismo, el cual acabará consiguiendo que todos valoren como merece el Estado de Derecho que tenemos porque reconoce y garantiza los derechos fundamentales y libertades públicas a todos por igual, incluidas lenguas y culturas minoritarias.

    Lo hace, además, como un valor superior que se impone como límite de cualquier política concreta de cualquier gobierno, y , precisamente por ello, impide la imposición de cualquier ideología excluyente, lo que fundamenta nuestra convivencia pacífica y nuestra prosperidad. En este Estado, todos pueden luchar por las políticas que crean más adecuadas, con el límite de los derechos fundamentales y el respeto a los procedimientos establecidos. Por eso es el Estado propio de todos y cada uno de los ciudadanos y no solo de unos pocos.