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El polvorín turco

  • La represión fue más allá de lo militar con la destitución de funcionarios

Eduardo Olier

Para evitar juicios prematuros, conviene recordar dónde se encuentra Turquía. Al sur tiene el Mediterráneo, y al norte, el Mar Negro; lo que la pone en frontera con Grecia desde el primero, y desde el segundo, con Rusia, Ucrania, Rumanía, Georgia y Bulgaria. Comunicándose también con estos dos últimos por tierra.

En otra zona, aparte de un pequeño enlace con Azerbaiyán al este, Turquía comparte fronteras con Irán, y con dos Estados fallidos: Siria e Irak. Se trata por tanto de un país ubicado en una de las geografías más convulsas del mundo, que tapona las masivas migraciones que vienen de Siria, manteniendo en el sur una bolsa de más de dos millones y medio de emigrantes, que vendrían en masa a Europa si no se hubiera llegado en marzo pasado a un acuerdo con el actual Gobierno turco.

Como se recordará, Europa, con esa hipócrita solidaridad que nos caracteriza, según la cual se aceptan refugiados con cuentagotas, pagó más de seis mil millones de euros a Turquía para defender la tranquilidad del supuesto bienestar que nos proporciona esa "economía del descarte" de la que habla el Papa Francisco. Una tranquilidad rota de vez en cuando con brutales ataques terroristas a los que nadie sabe poner remedio.

Turquía, miembro de la OTAN desde 1952, ha vivido siempre una compleja situación interna y externa. Sobre todo desde el desmantelamiento del Imperio Otomano al final de la Primera Guerra Mundial. Un imperio que, en su cénit, en tiempos de Solimán el Magnífico, dominaba Egipto, una gran parte de Hungría y todo el Golfo Pérsico, siendo la gran potencia del Mediterráneo. Es lo que hace de Turquía un extraño país, que sin ser europeo, tampoco es asiático.

Un país de unos 80 millones de habitantes, que ha tratado de buscar el difícil equilibrio de mantener una sociedad mayoritariamente musulmana bajo un modelo basado en una democracia de partidos y una economía de mercado. Con la complejidad añadida de mantener en su seno una importante minoría kurda de unos 15 millones de personas que se encuentran en permanente conflicto con el Estado turco.

En este escenario no deberían sorprender las difíciles relaciones con Rusia, o la dificultad de controlar los más de 800 kilómetros de frontera que tiene con Siria. Como tampoco el hecho de que Turquía sea la octava potencia militar del mundo, con más de mil aviones de combate, un millón de efectivos en tierra, miles de unidades motorizadas y una potente fuerza naval.

Las relaciones turco-rusas se han convertido en uno de los conflictos más alarmantes de los últimos tiempos. Algo que creció en intensidad en febrero de este año ante las diferencias de ambos países en relación con el problema sirio. Donde Rusia se mantiene al lado del presidente sirio Bashar al-Ásad, y Turquía, por su parte, controla el norte de Siria en una estrategia anti-Ásad en compañía de algunos Estados del Golfo. A la vez que el país se beneficia de la compra de petróleo barato procedente del Estado Islámico.

Todo un problema geopolítico que se recrudece con la posición de la OTAN en contra de Rusia, lo que agrava las relaciones de Rusia y Europa. Unas tensiones que parecen llegar ahora a lo deportivo con la amenaza de prohibir la presencia de los atletas rusos en los próximos Juegos Olímpicos de Río de Janeiro este mismo mes de agosto.

A todo lo anterior hay que sumar la situación política interna de Turquía, que ha desembocado en el último fallido golpe de Estado, de cuya autoría existen razonables dudas por el efecto represivo que ha tenido a posteriori; aunque la posición oficial sea acusar a Fetullah Gülen, que lo niega y además vive en Estados Unidos.

Un golpe militar supuestamente abortado por una población echada a la calle el pasado sábado ante la llamada del actual presidente, cuya posterior represión ha llegado no sólo a lo militar, sino a la destitución masiva de decenas de miles de policías, jueces, funcionarios e incluso profesores de universidad o escuelas privadas. Y es aquí donde conviene analizar la política interna del país.

Una política convulsa que se ha agravado desde las fallidas elecciones de junio de 2015, que tuvieron que repetirse en noviembre de ese año ante la inestabilidad del resultado. Un juego político donde aparecen cuatro partidos principales que compiten bajo la Ley D?Hont, que son incapaces de ponerse de acuerdo por las enormes diferencias que existen entre ellos: el Partido Justicia y Desarrollo (AKP) que gobierna Turquía desde 2002; el Partido Republicano del Pueblo (CHP); el Partido del Movimiento Nacionalista (MHP); y el Partido Democrático de los Pueblos (HDP).

Cuatro permanentes desavenencias en las que el AKP del actual presidente, Recep Tayyip Erdogan, carece de mayoría absoluta, y parece que con el fallido golpe busca la imposición de un modelo presidencialista. Una circunstancia ya avanzada el pasado junio por el asesor presidencial Yiğit Bulut, cuando aseguraba que: "nadie debería hacer política en Turquía aparte del presidente Erdogan". Una llamada a la formación de una dictadura. Y todo parece que en eso se está. Es una suerte que España esté alejada de esa convulsa zona.