Firmas

Legalidad y legitimidad en Cataluña

  • No se puede calificar de demócrta a quien pretende imponer su voluntad
  • La dificultad del cambio no legitima una violación del Estado de Derecho

Fernando P. Méndez

En la vida en general y, especialmente, en las circunstancias difíciles, es preciso mantener la conciencia de los fundamentos sin los que no podríamos sobrevivir. Lo mismo sucede en la vida política. Y es sobre uno de estos fundamentos de la convivencia sobre lo que pretendo compartir unas reflexiones, a la vista de lo que dos grupos parlamentarios pretenden que apruebe el Parlamento de Cataluña.

Aristóteles llevaba razón: el ser humano es esencialmente social, hasta el punto de que ha cruzado un Rubicón que ninguna otra especie ha podido: la de llevar la cooperación entre individuos más allá de los estrechos límites del parentesco. Ello ha permitido un aumento de la especialización sin parangón y, como consecuencia, la supremacía de nuestra especie. ¿Cómo lo hemos conseguido? A través de un largo y costoso proceso en el que hemos ido generando normas iguales para todos, que reconocen a cada individuo los mismos derechos y obligaciones fundamentales, y, en el que, al mismo tiempo, hemos ido creando instituciones dirigidas a impedir que nos aprovechemos de los demás y que favorezcamos a los propios por encima de esas normas. Solo si quien viole una norma tiene la seguridad de que se le obligará a cumplirla y, además, se le impondrá una sanción por violarla, la cooperación avanzará y, con ella, la prosperidad de todos y cada uno.

El Estado de Derecho -siempre imperfecto- es, hasta el momento, la más sofisticada elaboración del espíritu humano al servicio de la cooperación impersonal y de todos sus beneficiosas consecuencias. En él, las normas son generales y surgen desde abajo, porque los gobernantes son elegidos y deben responder de sus actos. Esas normas no solo deben respetar ciertos derechos fundamentales de cada persona, sino que están a su servicio. Por todo ello, el Estado de Derecho es el que convierte a los súbditos en ciudadanos y, por lo tanto, en personas: no están sujetos a ningún jefe, sino solo a la ley elaborada por gobernantes elegidos por ellos y que, periódicamente, responden ante ellos. Las leyes son iguales para todos y vinculan por igual a gobernantes y a gobernados.

El establecimiento de un Estado de Derecho exige un complicado proceso de construcción no solo de leyes, sino también de creación de tribunales, de mecanismos que aseguren su independencia y neutralidad, de abogados, de mecanismos para asegurar el cumplimiento de las leyes en todos los puntos del país, y un largo etcétera. Fácilmente se comprende que la puesta en marcha de un sistema de estas características es una tarea abrumadoramente compleja.

Ahora bien, son todas éstas las características que hacen que, en un Estado de Derecho, legalidad y legitimidad sean lo mismo y que, por lo tanto, nadie pueda invocar legitimidad alguna al margen del imperio de la Ley. En otros términos, no hay democracia al margen del Estado de Derecho y, por lo tanto, quien pretende imponer su voluntad al margen del mismo no puede ser calificado precisamente de demócrata. En una situación tal, demócratas son quienes defienden el Estado de Derecho, no quienes consideran que sus deseos están por encima del mismo, es decir, de los derechos de los demás.

La democracia española -a diferencia de otras- permite la existencia de partidos políticos secesionistas. Para lograr sus fines, el Estado de Derecho que la articula exige modificar la Constitución y, para ello, se necesita una mayoría suficiente y un largo procedimiento, algo sumamente difícil. El hecho de que sea muy difícil de conseguir no legitima a quienes deseen la secesión para situarse al margen del Estado de Derecho.

No es menos difícil que un Partido Comunista, por ejemplo, obtenga mayoría para gobernar, pero ello no le legitima para situarse al margen del Estado de Derecho. Si lo hace, el Gobierno debe protegerlo, porque con ello protege los derechos de los ciudadanos.

Dado que nuestra democracia permite los partidos secesionistas, puede formar parte del juego político, sin embargo, acordar que las reglas para poder conseguir la secesión, en su caso, se expliciten claramente, como, por ejemplo, se hizo en Canadá -con muy buenos resultados, por cierto-. Se puede acordar o no una regla semejante. Si se acuerda, puede ayudar a resolver un problema -o no-. Pero, si no se llega a un acuerdo, nadie queda legitimado para violar el Estado de Derecho: por encima de sus deseos están los derechos de todos los demás ciudadanos.