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El declive del soberanismo en Cataluña

  • Cataluña no está cómoda en el actual marco jurídico y urge reformarlo


La decisión de Artur Mas de celebrar elecciones anticipadas el 27 de septiembre, todavía no formalizada mediante la correspondiente convocatoria, no es más que el aplazamiento del fracaso explícito de la intentona separatista, frustrada a medias por el Gobierno central al impedir el referéndum, finalmente fallida por falta de quórum. Porque la consulta informal del 9 de noviembre dio la medida real del minoritario anhelo: votaron, según los propios organizadores, 2.344.828 ciudadanos, de los que 1.897.274 se inclinaron por el doble sí (sí al Estado catalán, sí a la independencia), lo que, en un censo de más de 5,5 millones (pudieron votar los mayores de 16 años), representa un apoyo del 34 por ciento del cuerpo electoral, lo que permite asegurar que el independentismo no tiene la suficiente masa crítica en Cataluña para resultar viable.

Aquella consulta, sucedáneo del referéndum que no fue, tuvo lugar en las postrimerías materiales de la crisis económica, cuando todavía no se percibían claramente las señales de la recuperación y estaba por lo tanto intacta la irritación debida a la adversidad de la coyuntura. Quiere decirse que los ánimos del sector irredentista estaban exacerbados, por lo que puede asegurarse que votaron prácticamente todos los que deseaban con vehemencia la ruptura. Lo que sugiere que, tras aquel hito, que puso a prueba la magnitud del secesionismo, es probable que los ánimos se hayan aplacado aún más. Por varias razones.

En primer lugar, la abrumadora pulsión independentista, pésimamente gestionada por Artur Mas, ha terminado empalagando a la opinión pública, perpleja ante la evidencia de que la Generalitat se había entregado a colmar su propio fanatismo en lugar de dedicarse a gobernar para minimizar el sufrimiento de la ciudadanía con la crisis.

En segundo lugar, la gestión del día después (de la consulta informal) ha puesto de manifiesto las oscuras y directas ambiciones de poder de CiU y de ERC, irreconciliables por muchos motivos y sin embargo aliados en la causa de la independencia? hasta el momento de decidir quién está al frente, que es cuando ambos partidos se han mostrado dispuestos a desollarse entre sí.

En tercer lugar, las expectativas a medio plazo están cambiando, y ya no funciona el argumento de que el PP, con su poder omnímodo, ahoga irremisiblemente las pretensiones autodeterministas de Cataluña, por lo que no queda más remedio que cortar el cordón umbilical con el Estado: dentro de poco desaparecerá del Parlamento español cualquier rastro de mayoría absoluta y se abrirán horizontes nuevos (no necesariamente mejores), que darán márgenes de maniobra diferentes. Hay, pues, menos razones para recurrir al pretexto de la emancipación como método de avanzar en el proceso político.

Por último, a medida que se han ido desarrollando las distintas fases de la pulsión plebiscitaria, la ciudadanía ha ido interiorizando la gravedad de la corrupción impulsada por los mismos que adoctrinaban al país con sus proclamas nacionalistas. Se ha sabido en efecto que la familia Pujol, columna vertebral de la Cataluña moderna, estaba defraudando a Hacienda y enriqueciéndose presuntamente hasta la náusea, mientras marcaba los perfiles de la arcádica Nación nueva. Y creaba un clima propicio para que el entorno del poder se enriqueciera igualmente, formándose una oligarquía repugnante que ha abusado de los recursos públicos con un desparpajo lamentable, y que, por ejemplo, ha quedado retratada en el escándalo del caso Palau, que se extiende a la elite burguesa que ha sostenido a CDC en su propio provecho.

Ante esta proliferación de basura, tan generalizada que era por completo del dominio público -el célebre tres por ciento denunciado por Maragall-, los ciudadanos tienen por fuerza que preguntarse -y lo hacen efectivamente- si estas prisas por romper con las instituciones españolas no tienen por objeto en realidad escapar del alcance de la Fiscalía General del Estado y de la Agencia Tributaria, y conseguir por tanto impunidad.

En otras palabras, el ideal nacionalista, pintado con tintes idílicos por sus partidarios, no era más que un ardid para mantener los privilegios de quienes han formado la clase dominante a la sombra del desenmascarado pujolismo, un clan que en realidad se dedicaba a cobrar comisiones a cargo de las concesiones que realizaba con recursos de los presupuestos públicos.

Cataluña no está cómoda en el actual marco jurídico, y antes o después habrá que revisarlo mediante el llamado salto federal, que requeriría una reforma constitucional, o a través de una simple revisión del sistema de financiación autonómica.

Pero estas reformas habrán de hacerse con gran consenso y en beneficio de la ciudadanía, y no guiadas por un fanatismo sospechoso que ni tiene el soporte mayoritario de los catalanes ni actúa en beneficio de toda la comunidad.

Antonio Papell, periodista.