Firmas

Viejos mimbres para nuevas cestas



    El desencanto con la clase política, embarrada en la corrupción, afecta al soberanismo.

    Una de las características de los nacionalismos es la pretensión de que una vez conseguida la independencia se abrirá un tiempo nuevo en el que el lugareño, intrínsecamente superior e intachable, podrá por fin expresar esa superioridad innata sin trabas. La naturaleza humana felizmente redimida esta vez por la partida de nacimiento. El mito de una nueva arcadia, en el que un hombre nuevo, sea este catalán, gallego o vasco, una vez desgajado del tronco común recobrará su excelencia para emprender por fin su marcha -libre de corrupción y modelo de eficacia- por los anchos caminos del mundo. Un mundo que deslumbrado ante tamaña calidad irremediablemente se abrirá rendido a su paso. Cómo decía nuestro entrañable Artur Mas en un ataque de ombliguismo agudo, la cuestión no es si Cataluña podrá vivir sin Europa sino si Europa podrá prescindir de Cataluña. Esa encantadora, esa intoxican auto-imagen del catalán como ser superior, y que ha resistido embates tan sonados como Banca Catalana, Prenafeta, Casinos, Palau -por mencionar solo unos cuantos- se ha visto gravemente dañada recientemente por la confesión de fraude fiscal y otras cosillas de su más alto e icónico representante: el exmolt Honorable Jordi Pujol y su sagrada familia.

    Un golpe de gracia mortal a nuestra propia imagen, esa que justificaba nuestra desafección. España nos roba dicen pero, ¡vaya por Dios! Los popes del nacionalismo catalán también. ¡Y lo que está por caer! Cada día que pasa, cada alfombra de los despachos que se levanta es una correría de cucarachas apresurándose espantadas hacia los gabinetes de sus abogados.

    El desencanto político, el hartazgo generalizado con una clase política embarrada por la corrupción también afecta a los ensueños soberanistas. Los continuos bandazos de la Generalitat, la sucesión de afirmaciones y escenificaciones rotundas que luego se revelan como mera tramoya dejan al ciudadano con la sospecha que el nacionalismo es al final más de lo mismo. Una casta que busca perpetuarse en el poder para medrar y que aspira a un espacio de impunidad que les permita tapar sus rapiñas bajo la bandera. Pero el tango es siempre cosa de dos. El caso Banca Catalana es el paradigma de toda una política de cambalaches de los Gobiernos de España con las oligarquías locales donde se permuta el plato de lentejas de su apoyo parlamentario por la primogenitura de los intereses nacionales. Hay otra forma miserable de corrupción; esa que considera la Nación como moneda de cambio susceptible de ser devaluada.

    Mientras, la ciudadanía asiste atónita e impotente como la corrupción deviene sintética cuando muchos consideran la cosa pública como un mercadillo donde poder venderse al mejor postor, al amparo de la evidencia de que lo difícil es salir de pobre mientras de la cárcel se acaba saliendo. La responsabilidad última de este estado de cosas es de los partidos políticos que han propiciado, por acción y omisión, una corrupción generalizada que apesta. No es de extrañar que el ciudadano tuerza el gesto y aparte la cara. Sus listas cerradas son las que han favorecido este estado de cosas. La proposición mas nefasta de nuestra reciente democracia la enunció ese sinuoso "oyente", Alfonso Guerra, que grabó al ácido aquel epitafio de "quien se mueve no sale en la foto" sobre la lápida de la vida democrática de los partidos. El partido entendido como aparato para instalarse en el poder y disfrutarlo; el ciudadano como figurante ocasional al que cabía engatusar con programas incumplidos ó, lo que es peor inculpables. La conclusión es inseparable. Vivimos tiempos de excepción que requieren también medidas excepcionales. Es imprescindible un poder judicial y una fiscalía general no contaminados por cuotas de partido que les permitan ejercer y avanzar en su carrera profesional sin estar condicionados por el favor del gobierno de turno. Y necesaria la creación de una Sala dedicada exclusivamente a los casos de corrupción política dotada con los medios necesarios para instruir y sentenciar con prontitud. Impartir justicia es también educar a la sociedad en la conducta que posibilita vivir en democracia y libertad. Y no hay educación posible sin el oportuno correctivo a tiempo. La corrupción propicia el desapego del ciudadano al sistema alentando los cantos de sirenas de nacionalistas y populistas. No son tiempos para postureos electoralistas. Entiéndanse los principales partidos políticos de una vez por todas y adopten las medidas que la ciudadanía les reclama.