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La vergüenza de Lampedusa

  • Las democracias deben mejorar la libertad y la separación de poderes
Imagen de Getty.


Aparte de la referencia a Giussepe de Lampedusa y su novela El Gatopardo, pocos eran los que conocían donde se encuentra la isla de Lampedusa. Un pequeño islote africano, perteneciente a Italia, a unos cien kilómetros de Túnez y unos doscientos de Sicilia. Un lugar de arribada, en nuestros días, de emigrantes africanos que escapan de la miseria de sus lugares de origen tratando de encontrar un mundo mejor en Europa.

La gran noticia, sin embargo, saltó la semana pasada cuando más de trescientas personas, niños incluidos, naufragaron cerca de sus costas sin que nadie les echara una mano. La indiferencia y, por qué no, el desprecio de los que allí estaban, ha puesto de manifiesto la cara más oscura de las miserias de los países ricos.

Unas sociedades -de la que todos nosotros formamos parte-, que dan la espalda al drama humano de aquellos que luchan por alejarse de los horrores de la guerra y del hambre que les muerde las entrañas. Esos africanos que sueñan con un mundo mejor, escapando de sus países de origen, donde la corrupción política no oculta muchos de los intereses occidentales que allí se mueven.

África no es un continente ajeno a los intereses europeos, donde varios países occidentales -al igual que China- se benefician de sus enormes riquezas naturales, a la vez que permiten que gobiernos corruptos tengan sumidas a sus poblaciones en una profunda pobreza.

La globalización de la indiferencia

Una situación que, al hilo de los más de trescientos muertos del horror del naufragio, el Papa Francisco ha denominado la "globalización de la indiferencia". Una sociedad que, según él, ha olvidado "la experiencia del llanto". Lo que le ha llevado, igualmente, a clamar con fuertes palabras sobre ese tremendo drama de Lampedusa: "Sólo me viene la palabra vergüenza, es una vergüenza".

Y es que la crisis económica occidental es el síntoma más palpable de la crisis de valores que vivimos. Donde la falta de respeto por la persona, y un egoísmo exacerbado, han conducido a despreciar al que se tiene al lado; y no digamos a aquel que, en su osadía, se atreve a mendigar algo de nuestra riqueza, y pretende entrar, por la puerta de atrás, para conseguir una vida más digna para él o ella y los suyos.

Es el fracaso de la globalización económica, que ha dado paso a una sociedad economicista que, nacida al amparo de una excesiva financiarización económica, ha llevado a poner el hecho económico por encima de todo lo demás.

Sobre ricos y pobres

Un liberalismo radical que ha traído consigo una nueva ideología que, como primer efecto, promueve la codicia, que se constituye como el elemento esencial de la generación de riqueza. Y que lleva, como es perfectamente constatable, a una progresiva desaparición de las clases medias, siendo, además, el factor determinante de la desigualdad económica; donde ya, hoy en día, el 2% de los más ricos acumulan el 50% de la riqueza mundial.

No se trata de desajustes de la globalización, sino más bien del fracaso de una política económica donde la riqueza se va acumulando en unas élites cada vez más pequeñas. Es la crisis del capitalismo y, con ella, la crisis de las democracias actuales, donde los representantes políticos se van alejando paulatinamente de la ciudadanía a la que dicen representar.

Unas democracias que se transmutan en votocracias donde, después de las elecciones, quedan sin efecto los programas que se presentaron para ganarlas. En un círculo vicioso que va cambiando de manos, de unos a otros, se llamen de derechas o de izquierdas. Un juego político que pervierte a las sociedades donde, con demasiada frecuencia, gobiernos y partidos se convierten en castas.

De manera que, la democracia, al no ser un fin en sí misma, pierde el sentido de la búsqueda del bien común, en una suerte de fraude que acaba pervirtiendo al cuerpo social. Y donde la economía termina, igualmente, perdiendo el sentido final de centrarse en el bienestar de las personas -de cada persona-, para perderse en cábalas macroeconómicas donde casi nada tiene sentido.

Ya que, por referirnos a unos datos cotidianos, el crecimiento o decrecimiento del PIB o del PIB per cápita poco tiene que ver con el bienestar individual, mientras se va acumulando una inmensa deuda que se traspasará a las generaciones futuras que verán mermado su futuro, con la consiguiente ruptura del Estado del Bienestar tal como hoy se conoce.

¿Cómo subvertir estas disfuncionalidades? Permítanme la autocita sacada de mi último libro publicado el pasado junio, Codicia financiera: cómo los abusos financieros han destrozado la economía real: "Si la democracia tiene como base la libertad y la separación de poderes, no hay más opción que mejorar estos presupuestos. Es decir, facilitar más libertad y ahondar en la separación de poderes, de manera que existan cuerpos legislativos verdaderamente independientes y una justicia independiente de los poderes políticos. Ir en definitiva a una democracia más humana que llevará, en consecuencia, a una economía más humana donde la persona sea el centro de la economía y no su periferia".

Se trata, a mi modo de ver, de la persona concreta, sea del color que sea, cuya vida ha de importar también a los que, supuestamente, disfrutamos de la riqueza. Ya que el mundo no ha sido hecho para unos pocos sino para todos los que en él habitamos. El drama de Lampedusa debe golpearnos la conciencia.

Eduardo Olier, presidente del instituto Choiseul España.