Firmas

A propósito de Chipre



    La quiebra financiera de Chipre es -y ha generado- tal cúmulo de despropósitos que sólo puede traer consecuencias negativas, incluso descontando su reducido tamaño.

    Vaya por delante que no salvo la actuación de nadie, tampoco de los ciudadanos y depositantes en los bancos chipriotas, aunque todo el mundo tenga su parte de razón excepto el Gobierno chipriota, que a lo largo del tiempo ha llevado al país a la actual situación, agravada ahora por Bruselas. Y vaya también por delante que soy contrario, en todo caso, al corralito aplicado; que estoy en contra, con algún matiz, del irregular e ilícito impuesto, quita o confiscación intentada sobre los depósitos de los ciudadanos, y que me he opuesto a la tropelía que supone salvar indiscriminadamente y sin criterio entidades financieras insolventes, que además han ganado a espuertas y durante muchos años, cargando el coste de tal rescate sobre el conjunto de la ciudadanía. De la misma forma que me opongo a salvar (y se ha hecho con muchas) cualquier empresa o industria a costa del contribuyente.

    Sin embargo, quienes -a raíz de la crisis- han pedido sin piedad que la banca (disparan contra todo el sistema financiero cuando el problema lo ha tenido una parte, precisamente aquélla que estaba relacionada con los poderes públicos, sindicatos y patronales incluidos) pague por sus errores, se hunda y, simplemente, se deje quebrar a todos los bancos y cajas con problemas o en situación de quiebra, no pueden clamar con coherencia que se salve a los depositantes. Planteado desde tal posición extrema, o lo uno o lo otro.

    Todos tienen responsabilidad

    Accionistas, acreedores o prestamistas, inversores y depositantes de un banco, todos (igual que los deudores) tienen una responsabilidad. Desde luego, cada uno en medida diferente. No es lo mismo un accionista que un depositante; pero éste también es técnicamente -y creo que jurídicamente- un acreedor o prestamista del banco, por cuanto un depósito también es un activo, como las obligaciones, los bonos o las cédulas hipotecarias de un banco.

    Así, el depositante de una entidad financiera, como el bonista o el poseedor de obligaciones de la misma, no participa de su propiedad ni en sus decisiones (ojo, que en nuestras cajas de ahorros los depositantes sí intervenían, representados), pero se beneficia de su activo mediante el ahorro de todo tipo de costes de transacción, incluidos los de información, seguridad y vigilancia de contratos. Es más, el beneficio es recíproco, y tanto él como el banco obtienen intereses por los riesgos que asumen sobre su capital en el tiempo; de ahí las ventajas que, sobre costes de custodia y transacción, ofrecen las entidades incluso a los depósitos a corto plazo si se vincula a los mismos un flujo relativamente fijo y seguro de capital, como la nómina.

    Por tanto, si defendemos dejar quebrar a las entidades financieras insolventes y no rescatarlas en absoluto, significa que pierden, por orden de responsabilidad, todos sus acreedores, empezando por los propietarios o accionistas, pero también obliga a los depositantes.

    Cosa diferente es que, dado el pánico que ello puede generar -y, desde el siglo XVIII, sabemos de carreras sobre los depósitos que recurrentemente acabaron con numerosas entidades financieras, también muchas de ellas solventes-, se considere que, a partir de un montante determinado, deba asegurarse la cuantía del ahorrador en ese tipo de activos (depósitos), asumiendo -claro está- el riesgo moral (mejor riesgo inducido) que ello implica sobre las entidades y sobre los depositantes, quienes dejan de tener incentivos para vigilar la solvencia de las entidades donde realizan sus depósitos y se fijan tan sólo en la rentabilidad ofrecida.

    Pero ello entraña, entonces, que aceptamos que dejar caer totalmente a las entidades puede ocasionar lo que denominamos como crisis sistémica o un efecto dominó, que afecta también a entidades solventes (aunque puedan pasar por apuros de liquidez momentánea), con los resultados catastróficos sobre la economía que conocemos históricamente.

    En el caso español, además de haber empezado a actuar en 2008, cuando nuestro sistema financiero era "el mejor del mundo", creo que nunca se debió conglomerar o aunar entidades financieras de todo tipo, calado y desarreglos. Debió estudiarse caso por caso, balance (real, no el que mostraban las entidades) por balance, y haberse dejado quebrar algunas, posiblemente medianas, resolviendo de alguna forma eficiente -entre diversas opciones- las otras. Los costes hubiesen sido muchísimo menores, para todos.

    Sin embargo, lo de Chipre es muy distinto. En el sistema financiero chipriota hay más depósitos por encima de los 100.000 euros (54%) que por debajo de esa cifra (46%). Un 42% del total de depósitos en Chipre son de más de 500.000 euros. Y, aunque haya gente común (el 27% son depósitos de menos de 20.000 euros), todos ellos han estado cobrando rentabilidades hasta del 10%, cuando aquí percibíamos tipos del 2 o 3%, en el mejor de los casos.

    Se diga lo que se diga, no es justo que el contribuyente europeo (nuestro Gobierno ha comprometido 1.700 millones de euros) ponga dinero para salvar depositantes en bancos chipriotas con esas condiciones. Pero, en todo caso, la Unión Europea debiera haber sido la primera en cumplir sus reglas y directivas y haber asegurado todos los depósitos por debajo de 100.000 euros desde el principio. Lo contrario ha creado gran inseguridad jurídica, que, junto con los impuestos anunciados por varios países sobre transacciones financieras o sobre los depósitos en general (Montoro dixit), pueden hacer mucho daño al sistema financiero en su conjunto y agravar aún más una crisis económica que ya es asfixiante.

    Fernando Méndez Ibisate, Universidad Complutense de Madrid.