Corrupción
Las noticias de los últimos días parecen ser el cuento de nunca acabar. Da la impresión de que debajo de la alfombra siempre hay algo nuevo que terminará saliendo a la superficie. Lo último, sin embargo, no deja de sorprender, incluido el supuesto pago de dinero en metálico metido en sus correspondientes sobres. Lo que sin rubor alguno ha certificado un antiguo miembro del Partido Popular, y ha corroborado una conocida periodista como una práctica al parecer no tan infrecuente.
Y es el cuento de nunca acabar porque da la impresión de que la corrupción está encastrada en el cuerpo social. Poco importa que no sea generalizada, o que muchas de sus prácticas no resulten al fin punibles por la Justicia; el hecho concreto es que existe, está bastante extendida y siempre acaba salpicando a la esfera política. Es decir, que, o bien proviene de ella, o bien convive cómodamente en ella. Lo que no quiere decir que las personas concretas, los políticos en este caso, no sean mayoritariamente honestos, sino que los políticos honrados o no se enteran o miran para otro lado. No se sabe qué es peor. Ya que, con tal volumen de actividades desordenadas, parece imposible que nadie lo sepa y lo denuncie.
Y el problema viene de lejos. O quizás no se fue nunca desde los antiguos casos -ya históricos- de Filesa, Malesa y Time Sport. Simplemente cambió de rumbo y se hizo más profesional, si se permite la expresión.
Una corrupción que se da en forma de ERE, por lo visto falsos; de utilización impropia de los fondos para la formación; de evasiones de capital hacia paraísos fiscales; de fortunas personales realizadas al calor de influencias políticas o institucionales; de comisiones que en su día se denunciaron públicamente en sede parlamentaria sin que nada pasara; de sorprendentes conversaciones en gasolineras de carretera; de consejos de administración de empresas públicas que aprueban cuentas imposibles; de exconsejeros que se colocan sin pudor en empresas que estuvieron en su entorno; de inspectores que al cabo del tiempo denuncian que no ejercían su actividad por posibles represalias, y de otras decenas de casos que darían para escribir una enciclopedia. Todo ello en un contexto de lentísima Justicia, donde los juicios pueden tardar años en resolverse; o donde se abren comisiones de investigación que no tienen otro objetivo que entorpecer la verdad. Siempre con la cantinela de que lo que se hace es legal y moral, como se dijo en un caso reciente de suplantación de personalidad con cobros incluidos. Y al final da la impresión de que debajo del escenario hay una hidra de siete cabezas.
Y es que el problema es, primero, de ética personal, y, después, del sistema, que no facilita con rapidez y efectividad expulsar a los corruptos y hacerles pagar por sus corrupciones. Un sistema lleno de subvenciones cuyo destino es muchas veces sospechoso de mala utilización. Con lo que después de todo queda la sensación de que hay que vivir con ello porque no hay solución. Es parte del juego, como si dijéramos. O, como algunos dicen: en otros lugares están peor. Lo cual es cierto. Pues, cuando se mira fuera y se ve cómo están otros, no estamos, en efecto, como Somalia, Corea del Norte o Afganistán, que ocupan el último lugar, el 174, con ocho puntos de un total de cien en el Índice de Percepción de la Corrupción de 2012 que elabora la organización Transparency International. Ni tampoco estamos tan mal como Italia, que se encuentra en el puesto 72, o Grecia, en el 94, aunque ocupemos el 30, muy lejos de los lugares de cabeza, donde están los países más desarrollados de nuestro entorno. Sin embargo, es urgente resolver este serio problema que, aunque no se crea, nos perjudica enormemente como país. No en vano, cuando parecía que íbamos a encontrar la senda de la ayuda al sistema financiero el pasado junio, todo se vino abajo al hacerse eco la prensa internacional de la corrupción en las cajas españolas. "Spain's savings banks' culture of greed, cronysm and political meddling", tituló The Guardian el 8 de junio de 2012. Aunque ya mucho antes, el 27 de marzo de 2009, The Economist publicaba un artículo bajo este otro: "Why is Spain so corrupt?".
La respuestas serían varias. Mucho tiene que ver la crisis económica con la corrupción y el desorden de los comportamientos, pero también con problemas mucho más profundos que hay que abordar de inmediato. Y basten dos como muestra: la imperiosa necesidad de una financiación transparente de los partidos políticos, y su democratización interna. Esto ya sería un gran paso, que evitaría ver como sin otra profesión que la de político se pueden lograr importantes patrimonios. O cómo los supuestos trasvases de influencias entre empresas e instituciones logran enriquecer a algunos sin ningún esfuerzo. Un país serio, que quiera representar algo en el mundo y que busque el bienestar de sus ciudadanos, no se puede permitir seguir por esta senda. El clamor es ya demasiado abrumador como para que la clase política y sus dirigentes no se lo tomen definitivamente en serio.