Reducir y reorganizar el gasto público
El déficit descubierto -sólo se descubre lo oculto- ha suscitado importantes debates de todo tipo, entre los que destacan su dimensión, el peloteo de responsabilidades y el más crucial asunto de la imposibilidad de cumplir con las obligaciones que nos impone nuestra pertenencia a una moneda única.
Respecto a la dimensión del déficit, 91.345 millones de euros, que eso es el 8,51% del PIB español en 2011, sólo cabe afirmar que es un desastre proveniente de la plena relajación respecto al manejo, disposición y administración de los fondos públicos basada bien sobre la idea general de que tales dineros no son de nadie (salvo nuestros, debió añadir aquella ministra del PSOE), bien sobre esa otra idea de que incurrir en déficit o endeudar a las generaciones futuras no tiene graves costes o consecuencias, por lo que 80.000 o 90.000 millones tampoco son gran cosa y pueden asumirse, máxime si lo comparamos con las monstruosas cifras de Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia.
Ésta es la primera mentalidad errónea que debe cambiar en políticos y autoridades -también en los ciudadanos-, para lo cual es imprescindible que quienes pagamos tales desmanes dependamos no tanto de la buena intención u honradez de quienes nos gobiernan, sino de un sistema de instituciones (legal) que induzca a quienes gastan buena parte del fruto de nuestro trabajo y esfuerzo (todo tipo de impuestos, cotizaciones, etc.) a no despilfarrar; algo inexistente en nuestro Estado.
Lo acometido en ocho años por el Gobierno del PSOE, con aumentos anuales del gasto público por encima del crecimiento del PIB, ha sido aberrante. Y no me vale el argumento de que si las autonomías, etc. El Estado es todo. Y si el Gobierno, entonces, hubiese puesto límites (hizo todo lo contrario nada más llegar al poder), no tendríamos este dislate. Los precarios superávits se debieron sólo a condiciones distorsionadas (burbujas), por cierto, creadas por las autoridades monetarias, que permitieron unos ingresos públicos -a través del sector de la construcción, sobre todo- fantásticos, que no se utilizaron para devolver parte del dinero a sus dueños, sino para dilapidar todavía más.
Nuestra penosa situación de crecimiento a día de hoy, en que las irrisorias -hasta el momento- medidas de austeridad de gasto del PP ni siquiera se han puesto en funcionamiento por falta de tiempo, no se debe, desde luego, al rigor o los recortes, ya que reducir el déficit apenas 0,8 puntos porcentuales (del 9,3 -en 2010- al 8,5) no es tal, sino todo lo contrario.
Aunque la Contabilidad Nacional refleje una rebaja del PIB, no es malo para la economía española una reducción drástica del gasto público y una reordenación mucho más eficiente de sus competencias y financiación. El Producto Interior Bruto, por motivo del gasto, puede caer momentáneamente, pero si se hace bien permitiría recomponer las rentas de familias y empresas, algo imprescindible y que la obsesión por el consumo y el gasto nos impide ver como la clave.
No se solucionan nuestros problemas actuales consumiendo más ni gastando más, algo que, dado el deterioro de nuestros ingresos y riqueza, sólo podría lograrse a corto plazo mediante nuevo endeudamiento. Y, desde luego, el disparo del gasto público sólo ha venido a empeorar tal situación de diversas formas. En lo que los agentes privados reducían sus agujeros en 90.000 millones (de 2009 para acá), las Administraciones Públicas lo han aumentado en 306.817 millones. ¡Olé!
Fernando Méndez Ibisate, profesor de Economía de la UCM.