Empresas y finanzas
¿Hacia la versión 2.0 de la Ley Glass-Steagall?
Hace 20 años cayó el Muro de Berlín. Todo el mundo lo sabe. Lo que no resulta tan conocido es que hace justo una década, el 12 de noviembre de 1999, también se vino abajo otro muro. Consistió en la derogación en Estados Unidos de la Ley Bancaria, más conocida como Ley Glass-Steagall, en honor a los senadores Carter Glass y Henry S. Steagall, sus dos principales promotores.
Su demolición, por supuesto, no compite en trascendencia con el derribo del que partió en dos Alemania y el mundo, pero eso no significa que carezca de importancia.
Llevaba en vigor desde 1933, año en que la sancionó el presidente Franklin D. Roosevelt. Y sí, era una norma heredera de su tiempo, ya que pretendió sentar las bases para evitar otro crac del 29 y otra Gran Depresión. Para ello, incluyó entre sus postulados una división clave: las entidades financieras estadounidenses sólo podrían dedicarse o a la banca comercial o a la de inversión. Los que se decantaran por la primera actividad, se dedicarían a captar depósitos y dar préstamos. Los que optaran por la segunda, se ocuparían de la emisión de acciones y bonos. En última instancia, buscaba impedir una alta concentración de poder en pocas manos.
Las primeras dudas
Con el recuerdo del crac del 29 y de sus efectos posteriores muy fresco, ese armazón se construyó sin problemas. Pero las dudas surgieron con el paso de los años. Los bancos empezaron a sentirse molestos con la 'Glass-Steagall'. La veían como un corsé que les situaba en inferioridad de condiciones con respecto a las entidades europeas y japonesas. Las críticas se dejaron escuchar en los años 70, aunque fue en los 80, con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca y su ánimo desregulador, cuando arreciaron.
La semilla del cambio estaba sembrada. Más aún ante las presiones de los lobbies de Wall Street. Y la Administración presidida por Bill Clinton dio su brazo a torcer. La Ley Glass-Steagall fue sustituida por la Ley de Modernización de Servicios Financieros o Ley Gramm-Leach-Bliley. Los bancos lo consiguieron. Se quitaron los corsés. Adiós a la separación entre banca comercial y banca de inversión. O, como se decía en Wall Street, adiós a la "aberración" de 1933.
Su caída también contó con poderosos aliados fuera del centro financiero. "Afortunadamente, Gramm-Leach-Bliley, que restauró la flexibilidad necesaria para las industrias financieras, no es una aberración", asegura el ex presidente de la Reserva Federal (Fed), Alan Greenspan, en sus memorias para consolidar la postura que ya mantuvo hace diez años.
¿Una decisión errónea?
Una década después, la crisis actual pone en entredicho aquella medida. "Con el paso del tiempo, no cabe duda de que aquella decisión fue errónea y que tal vez contribuyó un tanto a la crisis (actual)", sostiene el Premio Nobel de Economía en 2008, Paul Krugman.
En efecto, tras la derogación de la 'Glass-Steagall', los bancos estadounidenses se convirtieron en los más grandes del mundo y se adentraron en una sofisticación sin precedentes al abrigo de una legislación propicia y una supervisión que no acertó a observar cómo, poco a poco, se desarrolló lo que luego se ha bautizado como banca en la sombra. Es decir, una maquinaria inversora que no sólo se situó fuera del balance de las entidades, sino también fuera de los ojos de reguladores y supervisores.
Semejante tamaño y semejantes excesos se revelaron como un cóctel explosivo cuando estalló la crisis. Es más, ésta ha puesto de moda una expresión que es resultado, en buena medida, de la revocación de la Ley Bancaria. Alude a la existencia de entidades que son "demasiado grandes para caer", y que por tanto deben ser rescatadas por muchas fechorías financieras que hayan cometido. Si no, su quiebra puede conllevar la de todo el sistema.
De ahí que ahora surjan voces que reclaman volver a la situación anterior. Como la del ex presidente de la Fed y actual asesor del presidente Barack Obama, Paul Volcker. "Se debe tratar distinto a los bancos de otras instituciones financieras, y deben limitarse sus actividades", afirmó en una entrevista publicada recientemente en elEconomista.
El dilema, como siempre, consiste en buscar el equilibrio entre el desarrollo de una mejor regulación y supervisión, dados los clamorosos fallos que han conducido a los problemas vigentes, y la libertad que permite a la banca financiar y aumentar el potencial de la economía real. Más que resucitar la Ley de 1933, lo que hace falta es una nueva versión para los retos del siglo XXI.