H asta hace bien poco el mensaje que trasladaba el Gobierno a la opinión pública era que el elevado coste del recibo de la luz se debía al coste de las renovables. Últimamente, la justificación más comúnmente empleada por nuestros responsables políticos, sin pestañear, es que si los precios de generación suben es porque no hay suficiente viento ni agua. Este argumento les suele poner en posición incómoda ya que es equivalente a reconocer el efecto deflactor que las renovables producen -y vienen produciendo desde su instalación- en el precio del pool, efecto que ha sido superior, en valor absoluto acumulado, a las primas recibidas por las renovables en los últimos diez años. Es cierto que las renovables reciben ingresos para compensar, con la llamada rentabilidad razonable de la última reforma, sus inversiones iniciales y que suponen algo más del 15 por ciento de los costes del sistema, pero lo que nunca escuchamos explícitamente al Gobierno es el reconocimiento de que, gracias a las renovables, el coste total del sistema es inferior. Ese no es el caso de otros costes como, por ejemplo, la interrumpibilidad, por la que hemos venido pagando unos 10.000 millones de euros, engrosando el déficit en dicha cantidad, sin que se hayan utilizado sus servicios. La secuencia de precios de pool elevados, alrededor de los 80 por MWh, que hemos venido observando en noviembre, se produce casi siempre en el pico de la tarde-noche, en días en que había muy poco viento y cuando ya se había puesto el sol. En esos momentos, los ciclos combinados y el carbón suministraban más de la mitad de la demanda y hacían su particular agosto siguiendo, con legitimidad, las reglas y oportunidades que brinda el mercado. En esas circunstancias no había otra tecnología que la de los ciclos combinados que casara la última porción de la demanda, dando el precio final a la producción. En esa coyuntura, el carbón estaba también en máximos de producción y tiene razón el Gobierno cuando interesadamente dice que si no estuvieran operativas algunas centrales de carbón el precio hubiera sido todavía mayor, ya que hubiera sido necesario casar otras ofertas de centrales de gas aún más caras. Sin embargo, extrapolar ese argumento es absolutamente engañoso, ya que lo que hay que comparar es el escenario no muy lejano en el que se hubieran cerrado algunas o todas las centrales de carbón, pero se hubieran incorporado los 8.000 MW renovables adjudicados en las recientes subastas. Esa nueva potencia renovable produciría un importante efecto depresor de los precios del pool durante un gran número de horas al año y el precio resultante al cierre del carbón, sería inferior, no superior como se defiende interesadamente. Las renovables fluyentes abaratan el coste cuando sopla el viento o luce el sol reduciendo el número de horas de operación anual a los ciclos combinados. Estos tienen que poner en valor su capacidad de respaldo cuando las renovables no pueden responder y se les necesita, además de seguir cobrando muchos de ellos las subvenciones de las que tampoco suele hablarse. Las tecnologías "sucias" ganaron la batalla de la comunicación al trasladar a la opinión pública que sólo las renovables fueron primadas, ocultando los apoyos al gas, al carbón y a la nuclear. Estos episodios deben abrirnos los ojos a la necesidad de planificar la incorporación de las renovables al sistema. Por ello criticamos en su momento la forma en la que el Gobierno ha planteado las recientes subastas que, aunque conseguirán el objetivo de reducir los precios de generación, deflactando el pool y canibalizándose en gran medida entre las mismas tecnologías, no contribuirán a aportar la indispensable gestionabilidad al sistema para que puedan proporcionar el respaldo en los picos de demanda. Los precios a los que ya se ofrecen las nuevas centrales termosolares, con 10 horas de almacenamiento en países soleados, son más competitivos que los de los ciclos combinados, por lo que la sustitución del parque térmico actual podría acometerse sin sobrecoste y con un impacto muy positivo para nuestra economía. Los responsables políticos no pueden, amparándose en un agnosticismo tecnológico, abdicar de su obligación de estudiar todas las posibles opciones para decidir la que más interese a medio y largo plazo al sistema eléctrico y al país.