El tren, el tren!', exclaman. Distinguen la línea férrea Transiberiana más allá del Selenga. Entre los árboles, un penacho de vapor escapa, perdiéndose entre los pinos, seguido de un zumbido profundo, continuo y creciente. El conquistador de Asia pasaba. Corría y nos unía a Europa". Esta descripción corresponde a Luigi Barzini, periodista del Corriere della Sera, quien se dirigía a Irkutsk a bordo de su coche Itala junto al príncipe Scipione Borghese y el mecánico Ettore Guizzardi. Habián partido de Pekín y tenían previsto parar en Moscú y Berlín hasta llegar a la meta, París. Este paso del Transiberiano, en junio de 1907, quedaba recogido en La mitad del mundo vista desde un automóvil. El impacto en los conductores era lógico: se trataba en ese momento de la más costosa infraestructura del mundo. Al final de la I Guerra Mundial, el precio de su construcción ascendía a 2 mil millones de rublos; es decir, un poco menos de las dos terceras partes del presupuesto del gobierno zarista o la cuarta parte de su deuda.La vía principal (9.288 kilómetros en el trazado actual), cuyo fin era comunicar el Lejano Oriente con Europa, transcurría entre la capital, San Petersburgo, Moscú y, tras cruzar los montes Urales y Siberia, Vladivostok, a la que retrata así el ministro de Transportes, Konstantin Poset, en 1874: "Aquí falta de todo. Ni siquiera hay mantequilla, carne o verduras comestibles. En compensación, abundan las tabernas y las casas de placer".Vladivostok era y es el símbolo del Salvaje Este. La exigencia de colonizar aquellas tierras remotas maduró junto a la voluntad del zar Alejandro III de volver a dotar al país de una dimensión administrativa centralista y una impronta política nacional. Su bandera era "Rusia para los rusos". Una consigna que explica el sentido profundo de una operación que debería haber garantizado la vertebración del Imperio. "Al oeste del Baikal, los postes telegráficos son el único testimonio de la presencia humana", apuntaba el escritor Antón Chéjov.Sin embargo, el empuje inicial lo proporcionaron consideraciones estratégico-militares. Aquella gélida estepa la defendían 24.000 soldados, pero se necesitaban más de 100.000 frente a la frontera con China. Y más que hombres, hacían falta medios para transportarlos; el viaje hasta la Siberia Oriental podía durar meses.'Lobbies' locales En 1860 se planteó un vivo debate sobre el trazado que debía seguir el tren. Al final, lo determinaron caprichosamente los lobbies locales; el periodista Luigi Barzini desvela, en un charla con un aduanero de Khiatha, entre Mongolia, China y Rusia, la desilusión que trae el tren. "Hace siete años -cuenta el funcionario- esta ciudad era riquísima. Se descargaban cinco mil cajas de té al día. Los operarios trabajaban día y noche para preparar las mercancías que llegaban de Mongolia y enviarlas en trineos hacia el Baikal... Pero, ahora, sin estación de ferrocarril, Khiatha está muerta".Además, se sumaron las disputas entre los ministerios de Transportes, del Tesoro y de la Guerra, y el surgimiento del regionalismo siberiano, que rechazaba el neocolonialismo de San Petersburgo y temía que el ferrocarril terminase con la sencillez bucólica de sus vidas y vaciase la región de sus riquezas. Le tocó a Sergei Witte poner fin a tanto debate. Primero como ministro de Transportes y, después, de Finanzas, fue el verdadero artífice del Transiberiano. Tomó las riendas del proyecto, creó un ente transversal, el Comité para los ferrocarriles siberianos, y lo hizo presidir por el príncipe heredero Nicolás, hijo del zar Alejandro III.En sus proyectos, la vía férrea debía llegar aún más lejos. "Moscú es hoy el centro del comercio ruso -sostenía-, pero pronto se convertirá en un centro de intercambio mundial entre los productos manufacturados industriales de Occidente, necesarios en el Lejano Oriente, y las mercancías, desde el té a la seda y a las pieles, destinadas a Europa. Moscú será la tercera Roma". Asimismo, elaboró teorías de ingeniería demográfica que lo llevaron a invocar "el movimiento hacia Oriente de las tribus rusas".Hoy, Vladimir Putin persigue un proyecto similar, pero no sólo quiere repoblar unas zonas que siguen desiertas. Paralelamente, se busca crear una gran red de transporte comercial entre Asia y Europa, que si bien presenta unos costes superiores en un 30 por ciento con respecto la vía marítima, opera con mayor rapidez; por tierra, las mercancías llegan en quince días, la mitad de tiempo que emplean los cargueros. Hoy, cerca del 30 por ciento de las exportaciones rusas circulan por el Transiberiano, un tren que, no obstante, necesita reparaciones urgentemente. La última electrificación de la línea fue en 2002 y muchos de los tramos siguen siendo de sentido único. Además, habría que reducir las cargas burocráticas, aún más pesadas que entre los puertos de mar.Miles de trabajadoresEn el primer trazado fueron necesarias 380.000 toneladas de hierro y cientos de miles de trabajadores, incluidos todos los detenidos de Odessa que, apenas llegados a Vladivostok, huyeron saqueando las provincias de la frontera ruso-chino-coreana. El 13 de mayo de 1891 se iniciaron los trabajos y, al finalizar, no todo fueron vítores: la factura fue seis veces superior a la prevista, y al colapso económico le siguió el tecnológico. Puentes y raíles se construyen deficientemente, obligando a circular por muchos tramos a 15 kilómetros a la hora; los accidentes fueron una constante durante décadas. La guerra ruso-japonesa desveló también los límites estratégicos de una obra que no contribuyó a desarrollar Siberia en la medida imaginada. Pero, a medio plazo, es evidente que el Transiberiano fue el que descubrió las riquezas que se encontraban al Este de los Urales. Sólo en el bienio 1894-1896 fueron enviadas al Wild Est más de cien expediciones de geólogos. Y fue entonces cuando Rusia tomó conciencia de sí misma. Descubrió que era una superpotencia, precisamente porque estaba asentada sobre el mayor tesoro de materias primas del planeta.El próximo sábado las grandes rutas de la economía embarcan en los trasatlánticos