Rusia, Dinamarca, Noruega, EEUU y Canadá reivindican sus derechos sobre el canal Ártico, que oculta la mayor reserva mundial de hidrocarburos por explotar milán. Entre los efectos del deshielo cada vez más rápido del casquete polar hay uno imprevisto y muy agradable para los cinco países (EEUU, Rusia, Noruega, Dinamarca y Canadá) que dan al Ártico. Se trata del acceso, mucho más fácil de lo que se pensaba hasta hace unos años, a los recursos enterrados en aquella vastísima región. Unos recursos realmente ingentes. Un signo preciso y concreto de esta aceleración fue la iniciativa, puesta en marcha el pasado mes de agosto por dos minisubmarinos rusos, de colocar en el fondo marino del Polo Norte -a más de 4.200 metros de profundidad- una bandera rusa. Como signo real de reivindicación de las aguas que van desde sus costas hasta el Polo. Con esta iniciativa, los rusos van mucho mas allá de los límites convencionales de las 200 millas a las que se extiende actualmente la zona de interés económico exclusivo, reivindicando una hipotética continuidad con la llamada dorsal de Lomonosov, que parte del archipiélago ártico ruso. Conflicto geopolítico Una aspiración análoga, aunque sin un despliegue tan aparatoso, se está abriendo camino en Dinamarca, donde sostienen que la dorsal de Lomonosov nace frente a Groenlandia. La pretensión rusa es rechazada abierta y claramente por los demás países ribereños, pero hace tiempo ya que se están realizando toda una serie de reivindica- ciones que llegan incluso a enfrentar a países aliados de la OTAN, como EEUU, Canadá y Dinamarca. Y es que, más allá de su gran valor estratégico por servir de punto de control para nuevos trayectos comerciales que reducirían en 4.000 kilómetros la ruta al norte del continente americano (el paso por el noroeste) y en más de 8.000 la ruta al norte de Eurasia (paso por el noreste), la región provoca las ansias de las naciones por las inmensas riquezas mineras que atesora. Un análisis publicado en 2005 por el diario ruso Pravda tasó su valor global entre 1.500 millones y 2.000 millones de dólares (unos 1.600 millones de euros). ¿De qué riquezas se trata? En primer lugar, de hidrocarburos. Las estimaciones sobre su volumen son muy erráticas y varían desde los 10 millones a los 100 millones de barriles de petróleo. Una de las causas de esta enorme diferencia es que, hasta ahora, no se han realizado prospecciones reales. Según una estimación de máximos de la prestigiosa USGS (United States Geological Survey), -el más afamado instituto minero de los Estados Unidos- los fondos marinos del Ártico podrían albergar hasta el 25 por ciento de los recursos mundiales de hidrocarburos que todavía están por descubrir. El mapa muestra que la concentración de estas riquezas petrolíferas es preponderante a lo largo de las costas rusas. Y quizás por eso, Moscú es el que se presenta como más interesado en su explotación. Ya en la actualidad, las regiones de tierra firme situadas a lo largo del Ártico albergan el 91 por ciento de las reservas de gas rusas y más del 80 por ciento de las de petróleo. A estos recursos hay que sumarle, además, la enorme cantidad de hidratos de gas -una combinación de agua y metano congelados, muy abundante en los fondos marinos, especialmente en los del Ártico-. Siempre según la USGS, los fondos marinos del Ártico albergarían también notables cantidades de estaño, manganeso, níquel, platino y diamantes. Sin olvidar, gracias al progresivo recalentamiento del Ártico, los crecientes recursos ícticos, que encuentran un hábitat ideal en aguas que hasta ahora han permanecido purísimas. Antes de intentar poner las manos encima de estos tesoros, queda pendiente la resolución de una cuestión decisiva. ¿A quién pertenecen? O mejor dicho, ¿a quién pertenecen las aguas sobre cuyos fondos marinos yacen estos recursos? El problema jurídico Las encendidas reivindicaciones territoriales que se están realizando por parte de diversos países ponen de manifiesto la incertidumbre que rodea el caso. Teniendo en cuenta, además, que la presencia de una especie de tierra integrada por hielos que parecían inmutables, como de hecho así ha sido durante millones de años el Océano Ártico, había impedido, de hecho, al menos en el ámbito jurídico, su equiparación al mar, al que, por otra parte, es asimilable. Por lo tanto, si de mar se trata (y se tratará cada vez más, con el rápido deshielo del casquete polar), el único régimen jurídico que se le puede aplicar es el de la llamada ley del mar. Una ley que toma su nombre de la Convención de Montego Bay de diciembre de 1982, que, hasta ahora, ha sido ratificada por 155 países (pero no por el Gobierno de los Estados Unidos, que la considera demasiado restrictiva para la libertad de navegación que defiende). Según esa ley más bien informal, el límite máximo en el que los estados ribereños pueden ejercer su jurisdicción, y sobre los que se extienden sus derechos económicos exclusivos, es el de 200 millas náuticas, unos 371 kilómetros terrestres. De ahí que sean rechazables las pretensiones rusas (e incluso las más silenciosas y tímidas de los daneses) de ampliar hasta el Polo Norte la reivindicación de soberanía, aduciendo para ello la dorsal Lomonosov. Si así fuese, en las próximas décadas asistiríamos a uno de las más colosales Eldorados de la Historia. Quizás, el último.