madrid. Aldama. Un apellido que marcará para siempre la historia empresarial española. Con este nombre se bautizó, hace cinco años, a la comisión encargada de mejorar la transparencia de las sociedades cotizadas. La Comisión Aldama, se llamó, y fue el pistoletazo de salida a un imparable proceso dirigido a inyectar transparencia y profesionalidad en la cúpula de las grandes empresas, sin caer en la trampa del intervencionismo que por aquel entonces, en plena tormenta de escándalos empresariales, sacudía a la opinión pública.Rodrigo Rato, entonces ministro de Economía, pidió a Enrique de Aldama asumir un papel blanco de críticas por todos los frentes. Los empresarios le criticaban por obligarles a abrir las puertas de su reducto más preciado, el Consejo de Administración y las decisiones estratégicas que ahí se toman. Los reformistas le miraban con recelo porque, al fin y al cabo, era un hombre de empresa, líder de patronales y consejero de grandes compañías.Pero fue precisamente esta dualidad, esta falta de patria, la que convenció a Rato para encargarle la mejora de la transparencia del mercado de valores. Y él aceptó. En parte movido por la amistad que le unía al ex ministro, en parte, movido por el convencimiento de que esta reforma necesitaba estar capitaneada por una persona que combinase la trayectoria pública con la privada, los cargos directivos con las riendas de las patronales, la defensa de la transparencia con la apuesta por la autorregulación.