Hablábamos la semana pasada del Código de Buenas Prácticas Tributarias, poniendo el acento en ciertas contradicciones entre las saludables conductas que se prometen y la realidad que conocemos. En suma, o la Administración se propone experimentar una catarsis absoluta y abandona ciertas prácticas en contrario o el documento será papel mojado. No en vano se publicó hace unos meses una instrucción de la Agencia, dirigido a sus funcionarios, para reduplicar los esfuerzos recaudatorios y sancionadores y reajustar las remuneraciones al ímpetu con que tales instrucciones fueran ejecutadas. Pues bien, me gustaría saber, en este especular juego de Jekyll y Hyde, qué Agencia Tributaria es más verdadera, cuál de las dos Agencias se siente más en su íntima esencia, la que ordena inspecciones masivas, sanciones multitudinarias y retribuciones acordes al celo stajanovista o la que ahora se nos muestra dulce y mínima en este código de buenas prácticas, como el Francisco de Asís que nos retrató Rubén Darío frente al terrible lobo de Gubbia. Hay un problema que me suscita este documento y es el de su naturaleza jurídica. No es, desde luego, un reglamento, ni sus disposiciones obligan a terceros como lo haría una norma jurídica. Tampoco es un Convenio administrativo. El código es precario en cuanto a la definición de sus previsiones y su carácter obligatorio, pero lo tiene efectivamente, al menos para la Administración. Ésta no puede dejar de ser lo que es -una creación del Derecho al servicio de los ciudadanos-, de suerte que cualquier compromiso que haya asumido en el texto y que no sea una pura y abstracta declaración programática, le puede ser exigido. Por las empresas firmantes, desde luego -aunque me temo que el Foro en cuyo seno se acoge este proyecto tampoco está muy perfilado jurídicamente- pero también por los terceros ajenos a él y que tienen derecho a ser tratados por la Administración con igualdad y sin discriminación, principios éstos plenamente invocables. En cualquier caso, le es exigible a la Agencia que respete sus compromisos, no sólo por haber suscrito este manual de buenas prácticas tributarias, cualquier cosa que eso signifique, sino por la más poderosa razón de que todas las obligaciones, con la excepción quizá de algún pequeño matiz de orden procedimental, ya figuran en la LGT y obligaban a la Administración tributaria al margen de la firma del Código. Y, desde luego, cabría basar la nulidad de un acto de liquidación o sanción en la infracción de estos deberes, aun cuando llegásemos a la conclusión de que se trata de auto deberes y no de otra cosa. No en vano, para eso está el principio de respeto a los actos propios. No cabe en estas líneas un examen exhaustivo de cada detalle del documento, salvo la consideración general de que está redactado en politiqués, esa jerga que consiste en emplear muchas palabras en no decir apenas nada; en que algunas de sus expresiones infaman la gramática -¿qué significa reputacional?- o el Derecho. Citaré dos casos: el primero, en el punto 2.1, es un compromiso que pretende servir a la transparencia y seguridad jurídica en la aplicación e interpretación de las normas tributarias, en que se dice: "Los Directores de Departamento de la Agencia Tributaria informarán al Comité Permanente de Dirección de aquellos criterios interpretativos que pretendan aplicar en sus actuaciones, siempre que se refieran a cuestiones de especial trascendencia o que puedan generar controversias significativas con los contribuyentes y en las que no exista criterio establecido por la Dirección General de Tributos, el Tribunal Económico-Administrativo Central o los Tribunales de Justicia". Lo censurable de esta previsión es que vuelve a entrañar otro acto fallido: los tribunales de justicia al final de la lista de instituciones creadoras de criterio, tras los que verdaderamente importan. Y lo llamativo es que aquí la Agencia no hace sino un ejercicio de encomiable sinceridad. El segundo caso me parece peor y también denota una cultura de cierta falta de hábito de sumisión a las leyes y, por ende, a los Tribunales. Es el punto 2.4.: "Los contribuyentes podrán presentar un anexo explicativo junto con las declaraciones tributarias, manifestando los criterios seguidos en la preparación de las mismas así como los hechos en los que se basan, lo cual, si los hechos se adaptan a la realidad y los criterios están razonablemente fundamentados, será valorado favorablemente por la AEAT a efectos de determinar la diligencia, el dolo o culpa a que se refiere la Ley General Tributaria". Esto es, la AEAT, después de los años transcurridos desde la Ley 1/1998, aún sigue en la creencia de que debe determinar la diligencia, el dolo o la culpa a partir de la fundamentación del criterio del contribuyente en ese anexo, y se reserva esa facultad de valorarla favorablemente. ¿No es enternecedor? Por no hablar, para terminar, de la candidez con que se viene a reconocer el propósito de enmienda en esta frase (punto 3.2., apartado 3): "La Agencia Tributaria incorporará en la motivación de los actos en que se base la propuesta de regularización una valoración expresa de las alegaciones del contribuyente". Sin comentarios.