Se han puesto de moda, en muchos órdenes de la vida política y social, los protocolos o códigos de buenas prácticas, cuya naturaleza jurídica está por explorar y que, en principio, tienden a la exposición de principios y recomendaciones a las que acomodar la conducta de quienes se someten a ellos. Sin embargo, cuando se trata de una Administración Pública, no hay mejor pauta a la que ajustar la actuación que cumplir las Leyes y las sentencias de los tribunales. Si esto no se hace, de nada valen las proclamas y las promesas de buena voluntad. Por esa razón me perdonará el lector si no muestro un entusiasmo desbordado tras la lectura del denominado Código de Buenas Prácticas Tributarias, surgido en el seno del Foro de Grandes Empresas y pactado con éstas, donde se recogen recomendaciones de diversa naturaleza. Cabe señalar que, por mucho que quieran parecerlo, las relaciones entre la Administración fiscal y los contribuyentes no se producen nunca en pie de igualdad. El impuesto es algo que a nadie le gusta pagar con ilusión y que, por tanto, hay que obtenerlo coercitivamente de los administrados, utilizando una serie de instrumentos y privilegios que la Administración recibe de la ley para asegurar ese fin: el de que todos contribuyan equitativamente al sostenimiento de los gastos públicos. La relación tributaria es una relación de sujeción o supremacía, donde la Administración goza de amplias prerrogativas de cuyo buen uso es responsable jurídicamente. Siendo ello así, el ambiente de agradable merienda campestre que rezuma el citado documento es poco creíble. Los ciudadanos -no sólo las grandes empresas- debemos aspirar a que la Hacienda se someta a la Ley en toda su actividad diaria, que produce actos de gravamen en masa, entre ellos los sancionadores. Por esa razón debemos mirar con recelo algunas de las proclamas que constan en tal manifiesto, precisamente porque en él la Administración no sólo confiesa llanamente que no hace lo que debe -lo cual es grave en un Estado de Derecho- sino porque se presenta ante la opinión pública como lo que no es ni debe ser -una amable ONG que ayuda a las ancianitas a cruzar la acera-. En otras palabras, la AEAT a la que se refiere el documento se reformula a sí misma como una organización que basa una de sus dos líneas de actuación -¿cuál es la otra?- en la prestación de servicios de información y asistencia al contribuyente. De ahí que, en el seno de ese idilio, surja como base de la idea básica de la cooperación, el principio de confianza mutua que, salvo despiste por mi parte, no había oído nunca como principio general del derecho. Esa confianza mutua más parece una cosa propia del Derecho privado, que rige entre iguales, que un compromiso que debe articular unas relaciones caracterizadas por el predominio absoluto de una de las partes, donde el ordenamiento jurídico no debe entrar para introducir bondad, paz y amor, sino para garantizar la seguridad y el respeto a los Derechos de los ciudadanos. Otro tanto sucede con la transparencia prometida -una de las palabras clave del texto- y cuya insistente repetición en el documento provocaría el sincero interés de cierto médico judío de Viena. El problema de este documento no es que sea antijurídico, que en alguna medida lo es, sino que es ajurídico, si se me permite la expresión, esto es, que trata de situar las relaciones jurídicas tributarias en un plano nuevo, regido por principios y normas que, o ya están en la ley y no se cumplen, o ni siquiera están en la ley. La confesada aspiración del código es, tal como se formula, la de someter a las partes a los principios de transparencia y seguridad jurídica. Me interesan principalmente, como jurista, las obligaciones que asume la Agencia Tributaria y, a este respecto, mucho me temo que el entusiasmo con que se proclama la transparencia es algo tan intenso como su actual carencia. Basta con ver la muy precaria base de datos del TEAC, por citar un ejemplo evidente, para desmentir cualquier idea de claridad e información al ciudadano. La exposición de otros principios es también sumamente ilustrativa. Así, en el punto 2.1., cuando se dice que "la Agencia tributaria procurará que en sus actuaciones se tengan en cuenta los precedentes administrativos…" no sólo se está admitiendo que esa precaución no se respeta, sino anunciando que no se va a respetar del todo -el verbo procurar es, aquí, clamoroso-. O el punto 2.5, que nos deja mudos de estupor cuando proclama que "La Agencia…en su actividad de aplicación del sistema tributario, garantiza el pleno ejercicio de los derechos de los contribuyentes". Y uno que, en su ingenuidad, pensaba que esa garantía ya la proporcionaban la Constitución y la LGT… En suma, la exposición de ciertas obligaciones sólo puede ser vista con prevención, como la idea de que la Agencia "aplicará los criterios interpretativos que se desprendan de la doctrina administrativa y jurisprudencial…", algo que ya es preceptivo sin códigos ni recomendaciones, pero sistemáticamente incumplido. En definitiva, no seré tachado de malévolo si expongo mi opinión de que no es demasiado verosímil la declaración del tigre mostrando su predilección por los cogollos de Tudela.