Cataluña

Compartir el sol: el futuro de la economía colaborativa



    Por María Cereijo*

    Corría el año 1968, cuando el autor canadiense Michel Tremblay estrenaba en Montreal su primera obra de teatro, Las cuñadas (Les Belles-soeurs), en la que un grupo de mujeres pasaba una noche en vela pegando miles de cupones en cartillas que luego canjearían por regalos en unos grandes almacenes, un trabajo colaborativo que beneficiaría a todas. Esta obra era un reflejo de aquel momento histórico y demuestra que, como en tantas otras cosas, no hay nada nuevo bajo el sol.

    Desde el comienzo de los tiempos, los seres humanos hemos compartido recursos como modo de supervivencia y lo hemos hecho de modo anárquico, sin método, sin contraprestaciones establecidas, en un modelo win-win que beneficiaba al individuo y también a la colectividad. Con las sociedades modernas, el modo de compartir se ha organizado e institucionalizado en muchos campos y un buen ejemplo de ello son las ciudades y su funcionamiento. Entonces, ¿por qué un fenómeno ya antiguo y ampliamente conocido despierta tanto interés en la actualidad?

    En el último lustro, hemos asistido a un vertiginoso crecimiento de los modelos de economía colaborativa a escala casi mundial al que se han sumado empresas, instituciones y particulares creando un nuevo tablero de juego para muchos sectores como el transporte y el turismo -los más afectados-, aunque no son los únicos. Y es que el futuro de la economía mundial se presenta compartido. La consultora Price Waterhouse Cooper augura que, en 2025, el volumen de la economía colaborativa alcanzará los 335.000 millones de dólares y en países como China, por ejemplo, se calcula que supondrá el 10 por ciento del producto interior bruto en 2020.

    Este crecimiento exponencial experimentado y previsto ha sido propiciado por dos causas principales. En primer lugar, el desarrollo de las tecnologías de la información y el uso masivo de las redes sociales que han posibilitado una interacción antes nunca vista entre individuos y colectividades gracias a su sencillez de uso e inmediatez que permite además un intercambio fluido de bienes y servicios en un entorno confiable.

    En segundo lugar, el impacto de la crisis económica que ha conllevado que los particulares redujesen sus gastos y que las nuevas empresas aprovecharan esa coyuntura para abrirse camino con negocios disruptivos encaminados a satisfacer las necesidades de la población, beneficiándose de un vacío legal que les permite moverse en zonas grises.

    Si bien estos dos factores han sido determinantes, a ellos se han sumado otros como un enfoque ecologista y en pro de la sostenibilidad que invita a compartir frente a poseer para así economizar.

    Ante este escenario, las instituciones públicas se han visto obligadas a legislar con celeridad, mayor o menor acierto y efectividad para poner un cierto orden. Sectores como la hostelería, el transporte o la docencia por ejemplo, se han visto afectados y probablemente ya no volverán a ser los mismos.

    Y mientras las nuevas empresas van ganando terreno y transformándose en lucrativos negocios, las tradicionales optan por rebelarse -con protestas, reivindicación de legislación y subvenciones- o por adaptarse -las menos- replicando modelos o colaborando con los nuevos jugadores.

    Los jugadores tradicionales se organizan en tres posturas: Rechazo -oposición frontal y activa al cambio-, resistencia -mantenimiento estoico y pasivo del status quo porque se entiende el cambio como una amenaza- y resiliencia -adaptación de un modo positivo y con éxito a una adversidad o un cambio para así, superarlos-. Así, en el sector de la movilidad, pioneros como Uber han visto cómo muchos consumidores finales recibían con agrado este servicio por diversos motivos -porque les brindaba un transporte a un mejor precio o porque les proporcionaba nuevas salidas laborales-, al tiempo que algunos de los trabajadores y empresas tradicionales del sector llevaban su rechazo a límites violentos mientras que los organismos públicos tratan de mediar y legislar.

    Más allá de los conflictos iniciales, la tendencia clara es que la economía colaborativa es un modelo que aspira a, no solo mantenerse en el tiempo, sino también a ir acaparando mayor cuota de mercado, por lo que parece más que sensato tratar de aceptar el cambio y adaptarse con una actitud resiliente.

    Según un estudio del Foro Europeo de Economía Colaborativa EUColab, en 2015, las plataformas colaborativas lograron en el Europa unos ingresos brutos estimados de 28 mil millones de euros y se auguraba que añadiría a la economía de la Unión Europea entre 160 y 572 mil millones de euros, además de que 150 millones de europeos participarían de este sistema. Por nuestra parte, España es líder en adopción de economía colaborativa y un 6 por ciento de los españoles ya ofrece productos y servicios siguiendo este modelo y si bien en esta circunstancia parece que ha tenido mucho que ver la crisis económica, los vientos de mejora no han cambiado esta actitud, es más, la han acentuado. No es de extrañar que seamos el país europeo con mayor potencial para el desarrollo de la sharing economy. Con usuarios propensos a la utilización de estas plataformas y menores trabas administrativas, las multinacionales colaborativas y las nuevas empresas que surgen con este modelo lo hacen con confianza en la rentabilidad y las perspectivas de crecimiento. Sin embargo, no debemos dejarnos engañar por los éxitos que suponen plataformas como Uber o AirBnb; muchas fracasan. Fallos a la hora de detectar la necesidad real del producto o servicio, un mercado poco maduro para aceptar modelos disruptivos, saturación de propuestas semejantes, la fiabilidad del negocio tradicional frente al nuevo o una falta de planificación suelen ser los principales motivos.

    *Doctora en Comunicación y profesora de OBS Business School.