Hoy ya sabemos que el cerebro muestra dos tipos de actividad. Una de ellas tiene que ver con prestar atención voluntariamente a un estímulo, con la concentración y con hacer esfuerzos por resolver una tarea. Y la otra, que llamamos el fenómeno de la mente errante, tiene que ver con esos momentos en los cuales aparentemente no estamos haciendo nada, y simplemente nuestros pensamientos vagan libremente aquí y allá.
El hecho de que las ideas, sobre todo las buenas, nunca aparezcan en estados de concentración es algo que todo el mundo ha experimentado. Da la impresión de que las musas, tan místicas como caprichosas, rehúyen la observación atenta y prefieren jugar al despiste entre los pliegues de nuestra conciencia, escondiéndose para aparecer cuando menos lo esperamos.
Por eso una de las claves de la inspiración consiste, precisamente, en reconocer que nuestro cerebro tiene dos formas de funcionar, y escoger deliberadamente una u otra según el caso. Y, además, si lo que queremos es alumbrar nuevas y buenas ideas, saber que la mejor opción casi nunca es sentarnos frente a la pantalla vacía o con el bolígrafo en la mano, esforzándonos consciente y voluntariamente para que se nos ocurra algo. Porque, procediendo de esta manera, nunca ninguna musa debutará en la pantalla o en la punta del bolígrafo. Lo que hay que hacer es más bien lo contrario: levantarse de la mesa y buscar deliberadamente ese estado en el que parece que no estamos haciendo nada. Pasear, correr, o simplemente darse una ducha prolongada y dejar que las ideas fluyan.
Las musas aparecen cuando no estamos mirando y nos sorprenden con su llegada. Este fenómeno lleva ocurriendo así siempre, o al menos desde los griegos. Por eso hay que confiar en que, si colocamos a nuestra mente en el estado adecuado, aparecerán. Confiemos en ello. Confiemos en las musas.