No hay tantas ideas buenas. El pensamiento original, el que es verdaderamente fresco y diferente, es elusivo e infrecuente. Por eso una buena idea, una gran idea, es un tesoro. Da igual el terreno del que se hable: empresa, ciencia, arte. Una idea genial es una gema. El asunto está en que, precisamente, las buenas ideas son escasas porque es muy difícil generarlas. Porque nacen de la inspiración, y la inspiración es un fenómeno que no se puede causar.
Llama la atención que, a veces, se lleven a cabo obras o productos de los que se dice que están “inspirados” en otras obras o productos, cuando lo que se debería decir es que son simplemente variaciones de la misma idea. Es decir, cuando en realidad lo que se ha hecho es imitar el pensamiento original de un artista, de un científico o de un emprendedor.
Las ideas que nacen de la verdadera inspiración no continúan líneas trazadas anteriormente, sino que inician derroteros propios. Eso es lo que hace que despierten interés y admiración, lo que hace que encanten y seduzcan. Son fascinantes, y sin embargo es difícil alumbrarlas.
Mientras que la creatividad, un fenómeno relacionado, aunque bien diferente, está muy estudiado, y se conocen muchas de sus entrañas y resortes, la inspiración sigue recubierta del mismo halo místico que ha tenido desde los griegos. Sobre todo, hoy conjeturamos, porque el hábitat natural de las musas se sitúa en los límites de la conciencia. Y actuar sobre algo que no es consciente del todo, o que no es en absoluto consciente, no es tarea fácil.
Decía David Ogilvy que las grandes ideas vienen del inconsciente, pero añadía que ese inconsciente debe estar bien informado, o las ideas que de allí surjan no serán relevantes. Aun dándole la razón, no resulta fácil ni evidente por sí mismo cómo alimentar esa parte de nosotros que no es consciente, y sobre la que, por tanto, no tenemos control.
Es conocida la leyenda de Newton y su manzana. Sin embargo, pocas veces se ha reflexionado sobre cómo y por qué un hecho aparentemente tan nimio (el caer de un objeto al suelo) desencadenó una idea de tan vasta proporción. La respuesta, evidentemente, no está en el fruto, sino lo que había bullendo en la mente del genial científico, en su bien informado inconsciente. En lo que sabía sobre el mundo. Pero, quizá sobre todo, en lo que no sabía.
Solo quien tiene grandes preguntas, grandes inquietudes o grandes deseos puede tener grandes ideas. Porque la inspiración no habita lo obvio ni lo evidente. Y rehúye lo mundano como los gatos rehúyen el agua. Es verdad que el inconsciente tiene que estar bien informado, pero también tiene que ser un inconsciente inquieto y curioso. Uno que, embobado viendo cómo cae una manzana al suelo, sea capaz de acabar concluyendo que los cuerpos celestes se atraen entre sí con una fuerza que es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos.