En algún momento de la historia apareció una confusión en el terreno de la formación que se ha perpetuado hasta nuestros días, y es el paralelismo que, entonces se pensaba, existe entre formación y comunicación. Posiblemente porque, en aquellos entonces, la única manera en la que, se creía, puede hacerse que una persona aprenda algo, es envolviéndolo en palabras y diciéndoselo. Hoy día, a pesar de que, a la mayoría, la ingenuidad de esta estrategia nos dibuja una sonrisa en la cara, sorprende que haya personas que siguen pensando que el conocimiento se transmite.
Hace ya muchos años que el gran Skinner (grande de verdad, pese a lo que digan) nos dejó esta memorable sentencia: “a pesar de evidencia desalentadora en contrario, sigue suponiéndose que si se dice algo al estudiante, éste ya lo sabe.” Y concluía: “para adquirir conducta, el estudiante debe dedicarse a desarrollar la conducta.” Visto así, el tema no admite lugar a dudas: no por decirle algo a alguien, este ya lo sabe. Si eso fuera así, todos seríamos seres morales porque los sermones, de cualquier tipo y condición, serían plenamente funcionales. Hoy día son muy pocos los aprendizajes que realmente se pueden adquirir escuchando o leyendo. Y casi todos caen en ese tipo de conocimiento que llamamos declarativo o proposicional, es decir, el que nos ayuda a recordar cuál es la capital de un país que jamás hemos visitado, un número de teléfono o los pasos para elaborar una receta.
El aprendizaje adulto en general, y la formación de profesionales en particular, casi nunca significa transmisión de conocimientos. Un curso no se “da” ni se “imparte”. No es posible que una persona, por mucho que sepa, pueda trasladar de una manera directa su conocimiento a otra. Entre otras cosas porque, cuando un adulto entra en un entorno de formación, viene de una vida en la que hay muchos conocimientos y destrezas. Y pensar que se puede simplemente añadir nuevo conocimiento a ese sistema, o peor, que se puede sustituir parte de ese conocimiento por otro, únicamente hablando, es francamente ingenuo. Pero, sobre todo, conduce a un fracaso seguro. Porque los adultos aprenden, fundamentalmente, por transformación de lo que ya saben. Y para que eso tenga lugar, es necesario que, como decía Skinner, se dediquen a desarrollar la competencia que se quiere que desarrollen. Y para ello, afortunadamente, hoy tenemos muchos métodos a nuestra disposición que van más allá del simple hablar.
Pensemos que, cada vez que un formador habla en un aula, está perdiendo una oportunidad de que su intervención sea auténticamente transformadora.