Hay pocas vivencias humanas que influyan tanto en la productividad como la inspiración. Frente a esa frustrante sensación de verse frente a una pantalla vacía sin una idea para un proyecto, para una presentación o para un slogan, existe otra muy diferente. Esa en la que de súbito una chispa de inspiración acude a nuestra conciencia y, de repente, como si una fuerza exterior nos impulsara, producimos casi sin esfuerzo una serie de ideas que sentimos tan nuestras como respirar.
La fuerza impulsora de la inspiración ha quedado evidenciada en innumerables testimonios de personajes célebres. Así, por ejemplo, Oliver Sacks contaba que cuando estaba inspirado podía llegar a escribir hasta treinta y seis horas seguidas. Handel escribió El Mesías en cinco semanas, y Jack Kerouac escribió On the road, la novela nuclear de su carrera, en tan solo tres. Estos son solo algunos ejemplos de personas que han logrado un incremento excepcional de su productividad solo por el hecho de que estaban inspirados.
Y es que una de las características de la inspiración es desencadenar en quien la recibe una energía vital que le empuja más allá de sus propios límites. Ese hecho, junto con el bienestar que nos proporciona estar inspirados, son los beneficios clave de este estado que legitiman su búsqueda.
Hoy se habla mucho de motivación en el puesto de trabajo, de atención plena a lo que hacemos y de qué condiciones, presumiblemente, deberían cumplir los espacios para ayudarnos a ser más productivos. Y a menudo se olvida que no hay nada que proporcione tanta energía como recibir la inspiración que buscamos.