Una conferencia es, por encima de todo, una historia. Y desde tiempos inmemoriales, las historias tienen introducción, nudo y desenlace. Y ese desenlace es el mensaje que quiere trasladar la conferencia: puede ser una llamada a la acción, una moraleja, un descubrimiento científico, un dato o conclusión de gran trascendencia, y así sucesivamente. Una conferencia sin mensaje es como una historia sin desenlace.
Entre los errores narrativos más significativos de una conferencia hay dos que brillan con luz propia: en primer lugar, aquellas charlas que carecen de hilo argumental. En ellas, el conferenciante va pasando de unos datos a otros o de unas ideas a otras sin que se vea claro a dónde quiere llegar. En algunos de los casos la charla se convierte en un aluvión de conceptos que son disparados hacia la audiencia sin aparente orden lógico o argumental. Los saltos conceptuales son frecuentes, y con ellos ocurren constantes conexiones y desconexiones de la audiencia.
En segundo lugar, aquellas conferencias en las que no se sabe lo que, en el fondo, el orador quiere decir. Se comprende lo que dice pero se desconoce lo que persigue con ello. La mayoría de los oradores se centran en el qué de sus conferencias, muchos menos en el cómo, y comparativamente muy pocos en el por qué.
En ambos casos son intervenciones que, con independencia de su valor de entretenimiento, no dejan huella porque no permiten al espectador integrarse fluidamente en la narración, o bien porque no aportan ninguna reflexión o aprendizaje.
Las conferencias son historias, y como historias deben ser contadas y finalizadas.