La extensa y profunda historia de la cultura ha provocado, al menos en occidente, una costumbre de la que es difícil librarse, y es que todo tema tiene su introducción, de la misma manera que una comida debe tener su aperitivo. De lo que muchos oradores no se dan cuenta es que esas introducciones son innecesarias, y en su gran mayoría inoperantes porque alejan al público del contenido que quiere escuchar.
En la cultura occidental estamos muy acostumbrados a comenzar cualquier tipo de contenido por una definición, un prólogo, una serie de conceptos básicos o cualquier otro tipo de preámbulo. Muchos oradores no se dan cuenta de que esas introducciones, precisamente por su carácter básico, general o teórico, no logran suscitar suficiente interés por parte del público. Esa situación es agravada, además, si en su introducción el orador solapa el contenido sobre el que comienza a hablar con el que va a acometer justo a continuación, con lo que genera una redundancia que de nuevo erosiona el potencial cautivador de su charla.
En la amplia mayoría de las conferencias los asistentes buscan que se les lleve cuanto antes al núcleo esencial de lo que va a ser comunicado. Los oradores deberían por tanto entender que el camino que ha llevado a un determinado contenido es una cosa y el contenido en sí mismo es otra. Y que, lógicamente, lo segundo puede, y en la mayoría de los casos, debe, existir sin lo primero.
Dejémonos de introducciones y vayamos al grano.