Es muy evidente que en una situación de peligro inminente hay poco tiempo para pensar. Someter al raciocinio y a la lógica un momento de vida o muerte puede suponer que, en mucho menos tiempo del que dura la deliberación, se precipite un desenlace de consecuencias fatales. Por eso muchas reacciones ante los peligros se dan sin apenas participación de la corteza cerebral, que es lo que nos hace específicamente humanos. Y ahí radica uno de los problemas que plantea el miedo.
En una situación de miedo intenso el organismo humano no se puede permitir el lujo de ponerse a reflexionar, a sopesar pros y contras, o simplemente a valorar la pertinencia de luchar o huir. Si hiciéramos eso no habríamos durado tanto sobre la faz de la Tierra. Las personas, como todos los animales, reaccionan instantáneamente ante los peligros, y de ese automatismo se deduce que en una situación de miedo intenso el acceso a la corteza cerebral que es, básicamente, con lo que pensamos, está restringido.
Por eso los miedos resultan bloqueantes. Y por eso los temores infundados son tan peligrosos. No solo porque nos hacen vivir emociones negativas de manera gratuita y superflua, sino porque si se dan en intensidad suficiente pueden resultar paralizantes, porque nos impiden pensar.
El miedo, al igual que otras muchas emociones negativas como la vergüenza, la ira o la soledad, tiene la capacidad de interferir entre las personas y sus objetivos porque produce un bloqueo del que es difícil salir.
Lo mejor es sacudirse el miedo cuanto antes para seguir avanzando.