El miedo es una criatura incontrolada. En tiempos remotos funcionaba como un dispositivo de seguridad para que nuestros antepasados salieran más o menos airosos de sus problemas y, así, se disparaba una reacción de huida o lucha ante los estímulos amenazantes. El problema es que es un mecanismo atávico y en nuestros días, cuando ya no hay fieras amenazantes a nuestro alrededor, es difícil controlarlo porque, si bien el dispositivo es el mismo, las condiciones han cambiado.
Ya dijo Hebb hace mucho tiempo que las neuronas que se disparan juntas se conectan entre sí. Y cuanto más se disparan juntas, más probable es que lo hagan de nuevo. Cuando un estímulo desencadena una reacción en el cerebro se genera un determinado circuito que hace que las neuronas que están relacionadas con él se disparen. Al repetirse el mismo estímulo, se recorre el mismo circuito. Y, con la repetición, esta secuencia cada vez se conecta más y se reafirma más. Quizá por este motivo el miedo es internamente contagioso: de tener miedo se pasa a tener más, y de tener miedo a unas cosas se pasa a temer a otras. El efecto más pernicioso del miedo es generar más miedo, llenando todo el espacio disponible. Como los gases nobles.
La única estrategia para interrumpir ese círculo vicioso es aniquilarlo cuando aún está en un grado naciente. Ya sabemos que la mayoría de las cosas que más tememos jamás llegan a ocurrir. También sabemos que, si algo tiene solución, no hay de qué preocuparse. Y, sino la tiene, tampoco en realidad preocuparse sirve de nada.
No hay que dejar crecer al miedo: se vuelve incontrolable.