Los relatos ejercen un poderoso influjo. A diario una larga serie de historias de todo tipo nos van dejando su huella: las que vemos en el cine y la televisión, las que leemos en las novelas, las que nos cuentan nuestros amigos y las que nos contamos a nosotros mismos. Los relatos influyen a las personas desde tiempo inmemorial, y es por eso que la mejor manera de hacer que una marca haga llegar su mensaje al cliente es a través de una buena historia.
Las propuestas de valor que las empresas presentan a sus clientes siempre incorporan una historia, aunque no sea explícita: a alguien se le ocurrió una idea para satisfacer una necesidad, alguien pensó que un problema se podía resolver de otra manera, o alguien se empeñó en inventar algo que no existía. El relato de esas propuestas, productos o servicios, está a menudo lleno de sueños, promesas, dificultades, derrotas, y también de éxitos y de gloria. Y, por supuesto, las personas que les dan vida tienen sentimientos. Se va al mercado como se va a un largo viaje o a la guerra, con un cargamento de emociones. Y en cada curva y en cada lance se palpita, se pierde o se gana, y en cada viaje, en cada batalla, se muere o se vive. Todos esos componentes son, en esencia, piezas de una gran narración: la historia que cuenta la gran aventura de esa empresa a los clientes, a los que podrían serlo, y a la sociedad y al mundo entero.
Y esa es precisamente la esencia del brand storytelling: la creación de una narrativa de marca que consiste precisamente en hacer explícita esa historia. En ocasiones se trata de relatos que se gestionan a través de estrategias de comunicación, y en otras pueden llegar a convertirse en grandes superproducciones de Hollywood. Pero el foco es el mismo: crear una historia con comienzo, nudo y desenlace. Una propuesta sencilla y coherente que traslade propuestas y valores, y con la que el cliente se puede identificar porque encuentra sentido en ella.
El cliente es una criatura narrativa: lo mejor es contarle nuestra historia.