Décadas de constructivismo, de insistencia en que la enseñanza es un proceso de mediación, y de una larga serie de conceptos afines más, no han conseguido aniquilar la idea de que el formador es la pieza clave en la distribución del conocimiento. Así pues asistimos a diario a un error incomprensible en la formación, y es que las clases se siguen basando más en lo que el formador ha descubierto que en lo que deben descubrir los alumnos.
El conocimiento es un mundo ciertamente complejo, en el que cada paso que se da cuesta un esfuerzo ímprobo. Descubrir las ideas, comprenderlas, integrarlas en una estructura de conocimiento previa y, al fin, intentar que otra persona las asimile y acomode a sus propios esquemas, son tareas de una alta complejidad, tanta mayor cuanta más abstracción haya en el proceso. Quizá por ello muchos formadores intentan imponer sus propios procesos de adquisición de conocimiento a los alumnos en lugar de ayudarles a que sean ellos mismos quienes descubran la realidad de su mano.
Tal vez por ese motivo muchos formadores no cuidan su presencia escénica, hablan sin intención real de impactar, y miran más al interior de su mente que a los rostros a veces perplejos y agotados de sus alumnos. En el peor de los casos, tras ahogar a los alumnos bajo masas de material comunicado, como hubiera dicho Dewey, se les anima a formular preguntas con el único objetivo de permitir al formador seguir hablando de sus descubrimientos, y por tanto a seguir informando en lugar de formar.
No nos entra en la cabeza: el protagonista es el alumno.