Por algún extraño motivo nunca suficientemente explicado, en algún momento de la historia se equiparó la formación a la comunicación. De hecho, muchas personas, sorprendentemente, aún piensan que un buen formador lo es porque es un buen comunicador. Es verdad que el aprendizaje por recepción, y por tanto los métodos transmisivos han de tener su lugar en la formación, pero ni son los únicos ni, a veces, los más importantes.
Como ya se escribió el siglo pasado, pese a la evidencia abrumadora que dice lo contrario, se sigue suponiendo que si una persona dice algo a otra, ésta ya lo sabe. Desafortunadamente, la metáfora de la comunicación sigue estando frustrantemente extendida. Por no hablar de la fe ciega en las presentaciones con diapositivas como herramienta predilecta para elaborar y difundir conocimiento.
Sería interesante reflexionar sobre cómo una persona puede contribuir a la formación de otra sin apenas hablar. Por ejemplo, promoviendo su diálogo y elaboración interna solo o en compañía, realizando ejercicios o problemas, debatiendo para defender sus ideas, enfrentándole al desarrollo de un proyecto, o simplemente invitándole a leer y a sacar sus propias conclusiones. En todos esos casos el formador no es un comunicador, sino un gestor del aprendizaje. Evidentemente es altamente probable que cada alumno saque sus propias conclusiones, que no coincidan entre sí y que, por supuesto, tampoco coincidan con las del formador.
Porque, una vez más, la formación no es comunicación.