La empresa va a dejar de contratar a personas que no sepan qué hacer con lo que saben. Este pensamiento, cada vez más extendido, nos traslada la inequívoca idea de que los profesionales no pueden ser islas en las organizaciones. Da igual la cantidad de medicina, ingeniería, leyes o economía que sepa una persona: si no sabe poner en juego lo que sabe, no resultará de ningún valor para la empresa.
Se podría hacer el ejercicio de pensar si hoy es posible ganarse la vida trabajando en completo aislamiento. El resultado, con toda seguridad, será que no: incluso los artistas que trabajan solitariamente en sus obras –visión romántica esta que es seguramente más fabulada que real- tienen que tratar con agentes, intermediarios, proveedores, clientes y, por supuesto, seguidores y críticos. Quizá los operarios que viven en los faros sean los únicos que trabajan aislados, así que cuando desaparezca el último farero del mundo ya no habrá excepciones: todas y cada una de las profesiones requerirán dominar una serie de habilidades esenciales con las que interactuar a lo largo de la cadena de valor.
Primero porque, mientras que las competencias ganan popularidad, el terreno de juego del conocimiento puro, proposicional o teórico, el “saber que”, cada vez es más reducido y, en muchos casos, menos importante. Quizá debido a que se encuentra por todas partes.
Pero además porque si un profesional no conoce las reglas del juego del mercado y a los clientes y, más importante aún, si no es capaz de relacionarse eficientemente con otras disciplinas, profesiones y departamentos, será francamente difícil conectar su aportación con el resto de la organización. Y ello con independencia de si es un médico, ingeniero, un abogado o un economista.
Es imprescindible cruzar la frontera de nuestras disciplinas.