El problema cuando nos despojamos del pasado y miramos al frente para reinventarnos, para redibujar nuestras vidas y las de nuestras empresas, es que nos entra miedo. Y lo peor del miedo no es sentirlo, sino el claro convencimiento de que no podemos librarnos de él porque es algo que necesitamos, porque es una creación de la naturaleza que apareció en la evolución para protegernos. Al sentir miedo ante una amenaza que pone en peligro nuestra vida el organismo dispara rápida y automáticamente una reacción de lucha o huida para que podamos defendernos o ponernos a salvo.
La cuestión es que este mecanismo se ajustó hace millones de años, cuando las amenazas eran físicas y tenían que ver con entrar en combate o salir corriendo. Por eso las partes del organismo que se ponen en guardia son sobre todo las que tienen que ver con el flujo sanguíneo, con el oxígeno y con las fibras musculares. Es más, para garantizar que la reacción es lo más eficiente posible la naturaleza pensó que, en esos casos a vida o muerte, era mejor que el ser humano no se entretuviera en largas deliberaciones, y por eso bloqueó su capacidad para pensar.
Por eso el miedo nos bloquea: porque interfiere en nuestra capacidad de ser racionales. Y por eso precisamente cuando nos situamos ante un cambio personal de gran envergadura hemos de aprender a no quererlo todo a la vez, o a no esperar cambios inmediatos. Porque el vértigo que nos entrará entonces será suficiente como para arruinar nuestra capacidad de planificar racionalmente y no conseguiremos nuestros propósitos.
La única manera de luchar contra el miedo que nos provoca el cambio personal es engañar al cerebro y hacerle creer que no vamos a dar grandes saltos, sino pasos diminutos. Si no somos capaces de pulverizar nuestros grandes objetivos en gotas pequeñitas como las que salen de un spray es muy posible que nunca nos movamos del sitio y nos pasemos la vida preguntándonos qué pasó con nuestra vida.
Para perder el miedo a cambiar hay que atomizar los objetivos.