No deja de llamar la atención que cuando asistimos a un curso de formación escogemos unos puestos determinados, y en las sesiones posteriores tendemos a ocupar los mismos sitios. Si lo pensamos un poco esa tendencia del cerebro humano a establecer patrones está presente de una forma constante en nuestra vida. No es solo que cuando compramos en un supermercado el recorrido por los departamentos que solemos hacer es prácticamente idéntico, sino que la cesta de la compra suele parecerse bastante de una vez a la anterior y a la siguiente. Y si nos observamos mientras nos duchamos, por ejemplo, nos daremos cuenta de que repetimos casi siempre la misma secuencia.
Como el ser humano no actúa directamente sobre la realidad, sino sobre un modelo simbólico de la misma, es claro que estos patrones nos sirven para economizar y así poder realizar acciones de forma semiautomática sin tener que estar constantemente redescubriendo la realidad. Digamos que desde que éramos pequeños fuimos automatizando acciones e interiorizándolas, y hoy día esas acciones conducen gran parte de nuestra vida. Y cuando algo se sale del patrón, enseguida nos damos cuenta. Por ejemplo cuando un lineal en el supermercado ha cambiado de sitio o cuando el agua de la ducha tarda más de lo normal en salir caliente.
La cuestión es que como todo está guardado en patrones previsibles nos cuesta comportarnos de forma diferente. Nos cuesta mucho. Muchas personas, por ejemplo, olvidan que el médico les ha prescrito tomar un medicamento mientras que otras no son capaces de hacer un alto en el gimnasio de camino a casa desde el trabajo. Un número significativo de las alteraciones que pretendemos introducir en nuestra vida, personal y profesional, se extinguen a los pocos días o, peor, se quedan en buenos propósitos.
Tan obvio como difícil de poner en práctica: cambiar cuesta.