Los seres humanos somos geniales novelistas. Con la invención de la imprenta ya no fue necesario que las gestas se narraran en forma de canciones o poemas, y apareció la prosa. Y con ella la novela. Y nos dimos cuenta de la formidable capacidad narrativa del ser humano. Sin embargo, hasta hace bien poco no nos hemos dado cuenta de que no solo esta capacidad la tenemos todos, sino que la ejercitamos constantemente al elaborar la novela más importante de nuestra vida, que es el guión que recoge nuestra biografía.
Ese guión nos da identidad, y nos explica a los demás quiénes somos, qué hacemos y cómo vivimos. Y aunque pueda recogerse en pocas palabras, nos ha llevado toda una vida hacer que todos los acontecimientos que lo componen tengan sentido entre sí, y también sentido cronológico, es decir, que los eventos fluyan de forma natural desde las causas hacia las consecuencias. Pero lo que más nos ha costado, con toda seguridad, es que esa historia vital nos deje en buen lugar como protagonistas de la misma. Porque claro, nadie quiere ser el malo de su propia película.
Y ese guión vital es precisamente uno de los inconvenientes cuando nos planteamos un cambio personal: que ni vemos otra película ni otro protagonista. Que nos empeñamos en ser quienes siempre hemos sido, a pesar de que la rotunda lógica nos dice que si queremos ser diferentes tendremos que ser diferentes. Nunca una verdad sobre el cambio personal ha sido tan obvia y sin embargo tan difícil de cumplir.
Para vivir otra película es necesario cambiar al protagonista.